Ysabella
Despierto. Mi cuerpo yace sobre la cama, pero algo ha cambiado. Yo he cambiado. El peso que llevaba en el pecho ha desaparecido, sustituido por una calma inquietante, casi aterradora. Me siento más ligera, como si hubiera dejado algo atrás. Como si, por fin, hubiera despertado.
Mis ojos observan a mis padres que están a mi lado, sentados en la oscuridad de la habitación, mirándome con paciencia.
—¿Ya recuerdas, querida? —pregunta mi madre, su voz suave, casi ansiosa, mientras acaricia mi cabello.
La pregunta me golpea como una ola, pero no es necesario que responda. Lo sé. Algo se ha desbloqueado dentro de mí. Puedo sentirlo, como si las piezas faltantes de un rompecabezas oscuro finalmente hubieran encajado.
Mis manos tiemblan, pero no por miedo, sino por la terrible verdad que empieza a inundar mi mente. Un nuevo recuerdo se abre paso en mi conciencia, tan vívido que me deja sin aliento.
Los niños.
La escena es clara, aterradora pero fascinante. Estamos en una vieja escuela, sus pasillos llenos de ecos, y allí están ellos: los niños. Inocentes. Vulnerables. Recuerdo cómo sus rostros se llenan de terror al vernos entrar. Mi padre, mi madre y yo. Somos una familia perfecta.
Estamos rodeados de ellos, pequeños cuerpos temblando de miedo, mirándonos con los ojos llenos de súplica. Pero no me detengo. Ninguno de nosotros lo hace. No sentimos compasión. Solo una emoción cruda, oscura. Algo que bulle dentro de nosotros. Disfrutamos verlos sufrir. Lo disfrutamos.
Mi madre sonríe mientras se acerca a uno de ellos, un niño que no tiene más de ocho años. Recuerdo cómo ella le acaricia la cabeza, susurrándole palabras dulces, mientras sus manos se cierran alrededor de su pequeño cuello. El niño no puede gritar. Está paralizado de miedo. Y mi madre… mi madre se ríe suavemente.
—Mamá… —murmuro, pero no es en reproche.
El niño tiembla en sus manos, su vida desvaneciéndose lentamente mientras ella lo observa con deleite. Y yo, yo no me quedo atrás.
Recuerdo cómo me acerco a una niña que llora en una esquina, suplicando piedad. Mi padre me mira, asintiendo, dándome su aprobación. Lo hago con una facilidad aterradora, con la misma frialdad que él me enseñó. La niña muere en mis manos, sus ojos llenos de lágrimas, pero mi corazón no siente nada. Solo vacío.
Estamos allí, los tres. Una familia. Quitándole la vida a esos pequeños seres, no porque tuviéramos un motivo, sino porque queríamos hacerlo. Nos emociona hacerlo. Es maravilloso, perfecto y hasta alucinante.
Me echo hacia atrás en la cama, jadeando, pero no puedo escapar de la verdad que ahora arde en mi mente.
—No… no puede ser. Sí lo hice —logro decir, pero sé que es cierto.
Mis padres me miran con una calma perturbadora.
—Sabías que llegaría este momento —espetó mi padre, sin una pizca de arrepentimiento en su voz—. Eres nuestra hija, y eso es lo que somos. Esto es lo que eres.
—Lo disfrutaste tanto como nosotros —agrega mi madre, su sonrisa es ahora de satisfacción—. No lo niegues.
Las imágenes siguen golpeándome, una tras otra. Los niños, sus gritos ahogados, la satisfacción que sentí al apagar sus vidas. Lisa, el doctor, las parejas, los muertos anteriores de hace unos años cuando empezamos a matar, cada uno de ellos suplicando por su vida. Todo llega a mi mente. Y lo disfruté. Dios mío, lo disfruté.
—No… —murmuro, cubriéndome el rostro con las manos, intentando borrar el recuerdo. Pero ya no hay escape. Mi padre me quita la mano de mi rostro y hace que lo mire; me sonríe con orgullo.
—Es hora de que lo aceptes —pide mi madre, inclinándose hacia mí—. Deja de luchar contra lo que eres.
Las lágrimas corren por mi rostro, pero no por horror, sino por la fría certeza que se ha instalado en mi pecho. Ellos tienen razón. Yo lo hice. Yo formo parte de esto.
—Recuerda, querida —susurra mi padre, acariciándome la mano—. Somos una familia perfecta que disfrutamos y amamos matar. Siempre lo hemos sido.
Mis manos tiemblan, pero esta vez no es por miedo. Es porque la verdad me envuelve, me consume, y me doy cuenta de que no puedo escapar de lo que soy.
Yo soy ellos. Yo soy como ellos.
Y ahora, no puedo negarlo más. Yo también soy un monstruo. Y disfruto serlo.
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Editado: 03.11.2024