Paranoia

Capitulo 19 - Aceptación

Ysabella

La locura que sentía, creo que se ha desvanecido, llevándose consigo cualquier rastro de duda. Me siento ligera, más ligera de lo que jamás imaginé. Ya no hay sombras susurrando en mi mente, no hay voces atormentándome ni miedo acechando en cada rincón.

Por primera vez, la calma es absoluta, un vacío lleno de paz oscura. La verdad ha salido a la superficie y mi mente descansa en su cruel claridad. Creo que al no aceptar lo que soy o somos, me tenía sumergida en una paranoia, pero ahora, al saberlo, soy libre.

Mis padres me observan con orgullo.

—Vamos, querida —susurra, acariciando mi cabello—. Es hora de que disfrutes lo que eres, de verdad.

No puedo evitar emocionarme con sus palabras. Los tres nos dirigimos a nuestras habitaciones y nos cambiamos de ropa, colocándonos vestimentas negras y guantes a juego. Al reunirnos en la cocina, mi madre toma un cuchillo de la mesa, un arma filosa y elegante que refleja un destello bajo la luz de la habitación. Me lo tiende con una mirada suave, casi amorosa.

—Hay un mundo de posibilidades para ti —dice mi padre, apoyando una mano en mi hombro, dándome su respaldo—. Esta noche, serás totalmente libre.

La hoja del cuchillo se siente fresca y sólida en mi mano. Mi pulso es regular, controlado, y la tensión que solía sentir en el pecho se ha desvanecido. Todo es perfecto. Al menos, hasta que mi padre sugiere el nombre de nuestro siguiente objetivo.

—¿Qué te parece Lucas? —sugiere, sin apartar la mirada de mis ojos. Sus palabras son dulces, pero con un filo afilado y oscuro.

Lucas. Su nombre flota en el aire y, por un segundo, dudo. Pienso en sus manos, en su sonrisa, en su risa llena de vida, en los momentos que pasamos juntos. Fue una hermosa relación. Pero todo eso es insignificante. No es importante ahora. Mi madre sonríe y acaricia mi rostro.

—No hay lugar para dudas, hija. Él solo es otra pieza de este mundo —habla mi madre, y sus ojos reflejan una oscuridad que ahora entiendo perfectamente.

—Pero él no está en la ciudad —digo mientras guardo el cuchillo en el pequeño bolso que traje.

—Tú tranquila. Regresó anoche y, en ese momento, nos enteramos de que él terminó contigo. Nos dijo que estabas loca, demente, que tenemos que encerrarte en un sanatorio. Eso nos molestó mucho y pensamos que él podría ser el siguiente —explica mi padre con una sonrisa siniestra.

—Claro, no podemos dejar que un idiota le diga loca a nuestra niña —continúa mi madre, abrazándome.

Finalmente, asiento. Lucas es solo una página más que debo pasar para ser quien realmente soy. No importa lo que alguna vez fue para mí. Ahora él es solo el próximo paso en este juego.

Salimos rumbo a la casa de Lucas. Mi padre maneja; mi madre y yo hablamos, recordando los momentos vividos. Una familia unida en el silencio de la carretera. Al llegar a la casa de Lucas, su casa se alza, oscura y solitaria. El lugar donde vive no tiene muchas casas alrededor, y eso es bueno. Nos facilitará mucho las cosas.

Bajamos, y, agarrada de las manos de mis padres, caminamos hacia la puerta. Ambos me observan con orgullo, como si esta noche fuera mi verdadero nacimiento. Al llegar a la puerta, sostengo el manubrio.

Mi padre me mira y asiente.

—Recuerda, querida, la verdadera satisfacción está en disfrutar el momento —me susurra al oído.

El picaporte de la puerta cede fácilmente. Lucas ha olvidado cerrarla, como suele hacer cuando está en casa, confiado en la tranquilidad de la noche. Entramos sin hacer ruido, moviéndonos en la oscuridad, cada uno en sincronía, como si lo hubiéramos hecho mil veces antes.

Lucas está dormido en el sofá, con su respiración tranquila y el rostro relajado. Lo observo durante un momento, recordando brevemente la dulzura en su mirada, la forma en que solía mirarme, las palabras de amor que alguna vez me dijo.

Me acerco a él, el cuchillo en la mano, y siento la mirada de mis padres sobre mí. No hay presión; solo expectación. No es la primera vez, pero esta es mi prueba, mi aceptación final de quién soy realmente.

—Es hora, cariño —susurra mi madre.

Con cada paso que doy, el peso de las emociones se vuelve insignificante. Lo que antes me ataba ahora se convierte en algo efímero, insignificante.

No hay lugar para el arrepentimiento ni la duda. Solamente una certeza absoluta en el acto que estoy por cometer, un paso inevitable hacia el destino que siempre estuvo escrito para mí.




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