Ysabella
El cuchillo está en mi mano, frío, firme, un reflejo del poder que me recorre desde la punta de los dedos hasta lo más profundo de mi ser. Lucas duerme, ajeno a la muerte que se cierne sobre él. Me acerco despacio, sintiendo la expectación que crece en mi interior. La adrenalina y la emoción son mi único pulso.
Cuando estoy a un paso de él, levanto el cuchillo, apuntando hacia su pecho, justo donde late su corazón. Pero, en el último segundo, Lucas abre los ojos. Lo veo, lo veo claramente. El terror se dibuja en su rostro, esa confusión inicial que se convierte en un miedo puro. Sus labios se entreabren, intentando emitir un grito que nunca llega.
—No... —intenta decir, pero ya es demasiado tarde.
Sin pensarlo dos veces, con un movimiento decidido, hundo el cuchillo en su pecho. La hoja atraviesa su carne, y la sangre brota, caliente y espesa, salpicando mi rostro, mis manos, todo a mi alrededor. Un espasmo recorre su cuerpo mientras sus manos intentan inútilmente detenerme, agarrando mis muñecas, pero no tengo piedad. No hay compasión.
Lo saco y lo clavo de nuevo. Una y otra vez. Cuchillada tras cuchillada. Su sangre lo cubre todo: el sofá, el suelo, y mi ropa se empapan, pero no se nota al ser negra. Las gotas vuelan por el aire en un magnífico espectáculo, como un circo con sus payasos haciendo malabares.
Lucas gime, un sonido apenas audible mientras sus ojos se apagan lentamente. El terror sigue en su mirada, sus manos pierden fuerza, se debilitan y caen a los lados, resignadas. Y yo, yo disfruto cada segundo. Cada estocada me llena de una satisfacción indescriptible. Esto es lo que soy. Esto es lo que siempre he sido. Y ahora lo acepto por completo.
Mis padres, de pie detrás de mí, observan con sonrisas de puro placer. Mi madre aprieta las manos de mi padre, compartiendo entre ellos una mirada de satisfacción. Están orgullosos de mí, y eso me hace sentir de maravilla.
—Eso es, cariño, déjate llevar —dice mi madre, con una voz suave y seductora, como una sirena llamando desde el fondo del abismo.
Y me dejo llevar.
Mientras sigo hundiendo la hoja, mientras la vida de Lucas se apaga, siento una ola de recuerdos golpeándome con fuerza. Veo los rostros de los otros, las víctimas de hace unos años. Todas esas personas que no hicieron nada, que simplemente estaban allí en el momento adecuado para saciar nuestros impulsos. Henry, Lisa, el doctor, la pareja. Solo una oportunidad, un instante para probar el sabor de la muerte. Los niños en la escuela, en el hospital... sus gritos resonando en mis oídos mientras les arrebatábamos la vida por puro placer. Ninguno de ellos hizo nada para merecerlo, solo existían. Y eso fue suficiente para acabar con ellos.
—Eso es lo que siempre has sido, querida —me dice mi padre, su voz suave pero llena de verdad—. Lo llevas en la sangre. Siempre ha estado ahí.
Y lo entiendo ahora. Siempre estuvo ahí. Esa sed, ese deseo oscuro de ver la vida desvanecerse en mis manos.
Finalmente, el cuerpo de Lucas queda inerte bajo mí. Ya no respira. Ya no es nada. Su sangre está por todas partes, cubriéndome, envolviéndome en un abrazo carmesí. Me siento libre, ligera, como si todo este tiempo hubiera estado viviendo con una carga que no sabía que llevaba.
Me levanto despacio, con el cuchillo aun goteando, y me giro hacia mis padres. Ambos me observan, sonrientes, satisfechos. Les sonrío de vuelta.
—Sabía que lo disfrutarías —dice mi madre, acercándose para limpiarme la frente con ternura, como si acabara de hacer algo noble, algo digno de admiración.
Y lo hice. Porque esto es lo que soy. Y no quiero ser otra cosa. Sonrío, porque ahora entiendo. No hay vuelta atrás.
El cuerpo de Lucas yace inmóvil, rodeado de charcos de sangre. La emoción en mi pecho sigue vibrando, pero ahora sé lo que debo hacer. No podemos dejar ningún rastro. No podemos arriesgarnos a que alguien conecte esto con nosotros, aunque sé que, en esta ciudad, la policía es inútil. Son lentos, ineficientes. No tienen la tecnología que, tal vez, existiría en algún futuro lejano. Estamos en los noventa, y eso juega a nuestro favor. Pero no podemos confiarnos.
—Limpia tus huellas, cariño —ordena mi madre, su tono suave y controlado, como si estuviéramos realizando un simple ritual.
Me acerco al cuerpo de Lucas, mis manos todavía apretando el cuchillo ensangrentado. Lo observo por un momento, casi con nostalgia. Lo disfruté. Pero ya no es tiempo para contemplaciones. Es hora de actuar.
Mis padres empiezan a moverse por la casa, buscando cualquier señal de nuestra presencia. Yo me concentro en lo más evidente: la sangre. La sangre está por todas partes. Tomo un trapo y comienzo a limpiar metódicamente las manchas más grandes del suelo, de los muebles. Cada gota, cada rastro de sangre debe desaparecer. Mi corazón late rápido, pero no es por miedo, es por la adrenalina de saber que estoy dominando el caos que acabo de crear.
—Asegúrate de no dejar nada en sus manos —especifica mi padre, señalando el cuerpo. Tiene razón. Las huellas dactilares podrían delatarme, aunque aquí nadie sabe cómo rastrear eso eficientemente. Sin embargo, es mejor no correr riesgos.
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Editado: 03.11.2024