La noche presagiaba una tormenta que la criatura temía más que a cualquier otra cosa. Sus ojos, testigos mudos durante décadas del verdadero mal humano, mostraban ahora el terror sentido cada vez que los rayos apuñalaban el oscuro cielo. Rayos que le habían dado la vida y que esperaba que también pudieran arrebatársela. Ansiaba esa paz, anhelaba la muerte en lo más profundo de su ser, pero el temor a los rayos era tan grande que, aun deseando el eterno descanso, era incapaz de adentrarse en cualquier tormenta con la esperanza de convertirse en la posibilidad entre millones.
La cornisa no pudo evitar que las primeras gotas, de la hasta entonces tormenta eléctrica, cayeran sobre él. Se apretujó contra la pared más aún, pero comprendió que no era lo suficientemente ancha como para cubrir su enorme cuerpo. Pronto la lluvia se convirtió en un diluvio que obligó a los transeúntes a buscar refugio. Una madre y su hijo se resguardaron a su lado. El niño, de apenas ocho años, alzó la mirada hacia él y lanzó un gemido de asombro.
Intentó sonreírle, pero las cicatrices de su rostro se lo impidieron, además de recordarle que su verdadero aspecto era el de un monstruo. Algo que olvidaba pocas veces y que cuando volvía a recordar le provocaba nuevas cicatrices, invisibles al resto, pero muy reales para él.
El niño continuaba mirándolo asombrado, sonriendo con la expresión típica de quien solo ve lo que tiene enfrente, ni más ni menos. Pero la reacción de su madre al reparar en él no fue la misma. Su terrorífico grito quedó ahogado por la creciente tormenta. Agarró al niño y lo arrastró a regañadientes calle abajo mientras le recriminaba su actitud. No pudo escuchar lo que le llegó a decir, pero en su cabeza aquellos gritos sonaron altos y claros.
<<No te acerques a él, es un monstruo>>.
No sé consideraba peligroso, no más que un niño que recibe una educación incorrecta, pero su gran tamaño y sobre todo su físico repleto de cicatrices se lo hacían parecer ante una sociedad que juzgaba siempre basándose en el aspecto. No era su culpa, sino la de su creador, Víctor Frankenstein, quien queriendo jugar a ser Dios creó tal atrocidad. Porque él sabía que durante años no había sido más que eso, una atrocidad, una criatura, un monstruo nacido fuera del amparo de Dios. Por suerte, aunque el aspecto y el dinero influían en el comportamiento diario entre las personas, existía gente que lo comprendía, apoyaba e incluso lo admiraba. La realidad era que él siempre fue una víctima, un mártir de la demencia de un loco.
Observó el edificio de enfrente mientras la lluvia mojaba su rostro y los rayos se reflejaban en cada una de sus horripilantes cicatrices. Los coches seguían circulando a bastante velocidad y el agua levantada por sus ruedas mojaba sus grandes pies. Los observó empapados sobre el charco en el que se encontraba y descubrió con asombro una florecilla flotando en él. Los recuerdos de su vida anterior regresaron. Recordó cómo siendo apenas un recién nacido asesinó de forma inconsciente a una dulce niña de nombre María, por el mero hecho de querer verla flotar en el agua, tan bella como las margaritas que ambos habían lanzado. Aquel fatídico error le pudo suceder a cualquier niño que fuese diez veces mayor, diez veces más fuerte y diez veces más inocente que el resto, pero le ocurrió a él… al monstruo. Ese día cavó su propia tumba, algo que en aquel momento no entendió y que solo lo hizo años más tarde, cuando comprendió el efecto que sus actos pueden tener sobre el resto.
Ese día sintió una terrible punzada de dolor en su interior, la cual se repetía cada vez que sus recuerdos insistían en visitarle. En todas esas ocasiones hubiese deseado morir, pero a pesar de intentarlo de mil formas distintas, jamás había logrado el ansiado descanso. Por aquella razón se encontraba frente a aquel edificio, porque si la muerte no podía proporcionarle la paz, tal vez lo hiciera la redención de su pecado original. A lo largo de los siglos había salvado cientos de vidas, tal vez miles, vidas suficientes como para obtener su propio perdón, incluso el de Dios, pero no las necesarias como para tener el del hombre, quien cometiendo crímenes más atroces que los suyos, seguía juzgándolo a él, a la criatura. Tal vez únicamente por ser eso, una criatura.
Las tenues luces de la ciudad apenas lograban iluminar el viejo edificio, pero incluso así pudo ver con claridad que en efecto se trataba del Orfanato Femenino Madame Curie. Esperó junto al semáforo sin importarle que algunos coches acelerasen a propósito para salpicarle. Estaba convencido de que una pulmonía no lograría matarlo, aunque la sola idea le pareció graciosa.
En los últimos meses, el orfanato había presentado cinco casos de niñas hospitalizadas con síntomas severos de anemia. Los médicos no dudaron en apuntar que la causa de la enfermedad era la mala nutrición ofrecida en el centro, pero cuando dos de las niñas fallecieron, el caso pasó a convertirse en mediático y solo entonces la policía abrió una investigación. Por desgracia, él había visto casos similares y sabía bien que habían cometido un error garrafal al investigar ese centro de día.
Un grito apenas audible se escuchó en medio del bullicio de la ciudad. El sonido proveniente del orfanato llegó con claridad a sus oídos y sin esperar a que el semáforo cambiase de color se lanzó de forma vertiginosa al asfalto. La mayoría de los coches pudieron frenar, pero uno lo embistió lanzándolo por los aires contra otro ya detenido. Ambos vehículos se convirtieron en un amasijo de hierros, pero él, sin embargo, se levantó como si nada y continuó su carrera.
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Editado: 23.10.2024