Pecadora [la entrada al paraíso]

CERO

 

—¡El fin del mundo se acerca! —Gritó el barbudo anciano mientras agitaba un cartón viejo que llevaba una advertencia escrita en él: «Arrepiéntete de tus pecados, la hora del Juicio llegará pronto».

        Los transeúntes le miraban con repugnancia cuando lo veían acercarse y se pasaban a la acera del lado con una clara mueca de asco que no se preocupaban por esconder. El mendigo, por su parte, proclamaba algunas frases en latín que hablaban sobre la Llegada, el Juicio Final y sobre los hombres sumidos en el mal que arderían hasta el fin de los tiempos. Era en realidad un bello día; quizá era por ello por lo que el viejo señor no parecía intimidarse ante los constantes abucheos o insultos que recibía por su aspecto o por lo que predicaba. Tal vez si estuviera lloviendo sería diferente, sin embargo, a pesar de haber sufrido por décadas enteras y de ya no recordar cómo era sonreír con inocencia, nunca tuvo pensamientos sobre acabar con su vida, por más miserable que pudiera parecer ante los ojos de los demás.

        »¡Arrepiéntanse, pecadores! —decía el viejo una y otra vez. Era consciente de la imagen que daba a los demás y de las miradas que estos le propinaban, pero parecía no importarle demasiado como para detener su faena. Daba la impresión de que agitaba más fuerte el letrero a medida que la gente lo ignoraba.

        »¡Los que estén libres de pecado gozarán la vida eterna! ¡Los demás, desdichados son porque no quisieron escuchar a este pobre hombre! ¡Estos llorarán fuego y sangre cuando ardan entre las llamas eternas del Infierno, rogando por piedad que no tendrán, pues varias oportunidades tuvieron para redimirse, pero decidieron darle la espalda al Señor!

        Una niña curiosa por las palabras del anciano le preguntó a su madre a qué se refería con lo del Juicio Final cuando ella hizo ademán de alejarse del viejo cada vez que este giraba a donde ambas se hallaban. La señora, de larga cabellera negra, dejó a un lado su celular para ver de soslayo a la pequeña, quien le veía a la expectativa.

        Lo que le dijera tendría consecuencias, por lo que debía ser cuidadosa.

        —No debes preocuparte por eso, hermosa —masculló la madre sin intención de explicarle a su hija lo que quería decir el viejo. Aún era demasiado joven, no tenía sentido destruir su inocencia tan pronto. Tomó un sorbo de la botella que contenía algo de jugo natural y se inclinó un poco, mientras meditaba sus palabras.

        »Verás —dijo al cabo de un rato—, ese hombre no está en su mejor momento… de pronto ha tenido una pesadilla o vio demasiada televisión. ¿Sí? —La niña asintió sin parpadear en ningún momento—. Perfecto, entonces no lo escuches, ¿bien? Él no está cuerdo.

        La niña de oscuro cabello corto apretó el bolso morado en el que llevaba de paseo a varias de sus muñecas favoritas: tres Barbies y un gato de peluche que había recibido en su cumpleaños número cuatro. De repente, alzó la mirada hacia su madre, quien estaba de nuevo contestando algunos mensajes en su celular.

        —¿Qué significa «cuerdo», mamá? —insistió la chiquilla. Cuando esta notó que su hija le hablaba apartó el aparato de nuevo y centró su atención en la pequeña—. ¿Tiene que ver con los lazos de saltar?

        La mujer rio en tono bajo mientras negaba con la cabeza. A los lejos, al otro lado de la calle, aún se alcanzaban a escuchar los gritos del anciano.

        —No, Cata —puso una mano sobre la rodilla de la niña—. Eso significa que no está del todo bien y que no ve las cosas con claridad.

        Esta abrió los ojos, perpleja.

        —¡¿O sea que ese señor está enfermo?! —gritó señalándolo, y la mamá tuvo que tapar la boca de la niña para evitar miradas indiscretas, mas lo hizo tarde, pues una anciana les quemó vivas con la mirada, no sin antes murmurar algo como «ya la juventud no es lo de antes. Ahora todos son indiscretos, qué horror…», que hizo que la madre se frotara una sien y se encogiera de hombros.

        —No, santo cielo, o bueno, quizá sí… No me importa.

        —¿Y por qué?

        —Porque él no es mi familia.

        —Oh… —musitó. Tenía la Barbie maestra en una mano; luego se la pasó a su madre que la tomó mientras la miraba, sin saber qué hacer con ella—. ¿Y por qué?

        La madre resopló fastidiada. Con la mano que no sostenía la muñeca se frotó la nuca unas cuantas veces a medida que una tensa sonrisa se formaba en su rostro.

        —Pues porque no.

       —¿Y por qué no? —repitió sonriente.

        —Porque yo te lo digo y porque soy tu mamá —respondió—. Punto.

        —Eso no es una respuesta… —masculló entre dientes, a pesar de su madre, que se esforzaba en ignorarla para revisar su cuenta de Facebook.

        La curiosa niña, cuyas dudas no habían sido resueltas y tenía ahora muchas más preguntas en la cabeza, no tuvo otra alternativa más que mirar aburrida los autos que poco a poco se amontonaban alrededor del anciano que les gritaba, hasta que perdió el interés para concentrarse en una paloma blanca cuyas plumas terminaban en un tono ceniciento, cosa que sucedió pronto debido a su corta edad. No notó cómo su única pluma negra caía al suelo junto a ella.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.