Pecadora [la entrada al paraíso]

CUATRO

—DAMIÁN—

 

 

 

 

 Seis días para la Llegada.

        El club nocturno rebosaba de personas aún a altas horas de la noche. La música sofocaba las voces de los presentes en el lugar mientras que las luces de colores neón encandilaban sus ojos puestos en las bailarinas que tenían al frente y que por más que quisieran tocar, sabían que estaba prohibido, sin embargo, la mayoría no se quejaba, diciendo que «era lo divertido del sitio. Ver, no tocar»; otros pocos habían caídos ante la tentación de las danzantes figuras que se envolvían de manera seductora, retando los impulsos y deseos de los hombres. Estos salían acompañados por dos guardas que se encargaban de mantener el control en el club.

        El resto de las damas que no danzaban o que tenían horas libres se dedicaban a servir las mesas y tomar los pedidos. Una doncella de pálida piel se acercó al hombre que tenía más cercano, meneando las caderas de forma seductora, así como llevaba años haciéndolo. Llevaba puesto un vestido negro de gran escote que se ceñía a su cuerpo, resaltando cada una de sus curvas. Los ojos rasgados, junto con la oscura melena que le llegaba hasta el final de la espalda, parecían ocultar una identidad misteriosa y sin duda, los hombres se giraban para verla cuando pasaba junto a ellos.

        Llegó a la mesa que iba a atender. Dos muchachos no mayores de veinte años tenían unas cuantas botellas de alcohol vacías sobre el tablero de metal.

        —Hola, guapo. —Sonrió seductoramente al más joven. Vestía una camisa blanca con bordado negro en las mangas. El chico que estaba frente a ella no tenía más de dieciocho años, siendo todo aquello demasiado nuevo para él; tenía el cabello tan oscuro que parecía negro y la piel era blanca, pero no demasiado. Los ojos, azules, resaltaban en su rostro de una forma hipnótica—. ¿Se te ofrece algo?

        Supo al instante que debía de ser nuevo en aquellos lugares, pues la mayoría de los visitantes solían mirarle los pechos cuando ella iba a atenderlos, o incluso, los más atrevidos, a tocarla. Él le miraba directo a los ojos y con una sonrisa en el rostro.

        —Hola, ¿cómo estás? —dijo inocentemente. No sabía cómo eran esos sitios por lo que debía improvisar—. De pronto uno más de estos… —acercó el cristal a su rostro y leyó de forma enredada— ¿Havana club?

        La muchacha frente a él rio, probablemente porque un «¿cómo estás?» era algo que nunca le habían dicho; asintió aún sin dejar de reír, esta vez más bajo, y anotó lo que el chico pidió.

        —Bien, uno de esos será —divertida, tocó la punta de la nariz del joven con uno de los estilizados dedos y se le quedó viendo al mayor. Este sí le miraba el escote y al notarlo, sus expectativas de que fuera tan agradable como el anterior se esfumaron—. ¿Desea algo?

        Se relamió los labios y la recorrió con la mirada.

        —Deme lo mejor que tenga —fijó los grisáceos ojos sobre la cintura de la muchacha y gruñó cual felino. Ella tuvo que reprimir una mueca de asco, por lo que atinó a sonreír al instante, para evitar cualquier tipo de accidente.

        —Le buscaré una de las que pidió su amigo.

        —Aprendiz —corrigió con tono orgulloso.

        La muchacha solo asintió y volteó a ver al primero, quien le saludó con la mano. Imposible que lo perturbe, pensó.

        —No tardo —volvió a sonreír y se alejó luego de acariciar con el dorso de la mano el pómulo ruborizado del chico. Se fue tal como llegó: meneando las caderas con sensualidad mientras dejaba atrás al atontado joven que la miraba irse con la boca abierta atónito tras la experiencia que había vivido segundos atrás. No podía creer que al primer día de estar en aquel club, donde había esperado por años junto a sus colegas para entrar le fuese así de bien. Claro que, no era nada comparado con lo que sucedía en el corredor tres y cuatro, más allá del escenario donde los hombres más adinerados podían comprar placer por unas cuantas horas; llenándose de felicidad momentánea, cuando en realidad eran un envase vacío, sin nada útil. Solo eran almas perdidas, desperdiciando el dinero que les llegaría a faltar dentro de años o incluso semanas. ¿Acaso la diversión por una noche podía reemplazar a sus familias, a sus esposas, que seguramente se hallaban preocupadas, mirando por la ventana esperando el regreso de su amado? La dama quiso pensar que no.

        —¡Oye, Damián, deberías ver tu maldita cara de crío enamorado! —Se burló uno de sus amigos, Cristian, quien había observado la escena anterior intentando no reír frente a la bella mujer.

        La sonrisa del joven se borró con lentitud hasta quedar en una mueca de confusión.

        —¿Hice algo mal? Le vi a los ojos y sonreí; además, fui cortés con ella. —Miraba confundido a Cristian, quien no pudo evitar reírse de él ante su inocencia—. ¡Eh, dime! —Le golpeó el hombro midiendo su fuerza. A decir verdad, nunca había tenido experiencias de ese tipo y pensaba que con lo que le había hecho la sensual dama bastaba. Se había sentido orgulloso de él por unos minutos, pero toda sensación de victoria se había esfumado al ver la mordaz sonrisa de su amigo.

        Dio una breve mirada al panorama.




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