Pecadora [la entrada al paraíso]

OCHO

† OCHO †

ÁNGELES Y GIGANTES—

 

 

 

 

La luna estaba alta en el cielo y la noche en su apogeo, sin embargo, a pesar de que era demasiado tarde el joven ángel de castaño cabello descansaba sobre el escarpado que se alzaba sobre el gran salón donde habían ocurrido al menos, la mitad de conferencias más importantes que de alguna manera revolucionaron la estadía en los tres reinos: Cielo, Tierra e Infierno.

        Estuvo ahí en su mayoría, escuchando los enormes cambios que se proponían; estaba de acuerdo con algunos, con otros no tanto. Tenía presente casi que a la perfección, el día en que Satanás se rebeló contra Yahvé, siendo enviado al abismo como castigo por haber pecado de tan grave manera. Por culpa de él, pensaba, tenía miedo de morir. Por los actos cometidos contra el Creador, muchos tendrían que dar su vida.

        Y eso era algo que no podía permitir.

        —No puedo creerlo… —suspiró.

        Extendió las alas para estirarlas un poco e hizo lo mismo con los brazos; alisó el traje blanco que llevaba para eliminar cualquier doblez: cuello blanco y alto, mangas anchas que se recogían a la altura del codo y una delgada cinta en espiral color dorado ajustaba la zona del abdomen; la vestimenta terminaba en una especie de túnica que, aunque fuera más larga a los costados, no le incomodaba al caminar.

        —Es como si todo lo que hubiera vivido… —observó una estrella en la lejanía. El leve brillo que emitía le hizo sonreír.

        Habían mandado a todos los ángeles a usar aquel conjunto ceremonial para que la reunión previa a las primeras organizaciones de batalla facilitara la bendición del Señor, quien les mostraba a sus fieles que sin importar el coro al que pertenecieran, eran iguales a su amor.

        Muy pocas veces lo vio dirigirse de forma tan directa a los seres alados; su cuerpo tembló cuando habló y a pesar del miedo que sentía, una placentera sensación de paz lo llenaba, opacando al resto de ellas.

        »…se remontara a este momento.

        No obstante, su aparente calma se fugó apenas puso un pie fuera de aquel salón, cuando la inevitable voz de la sangre derramada le hizo fresca la imagen de sus amigos y hermanos caídos en Javek, el día que Satanás buscó la caída del Señor tras décadas de su destierro.

        Jamás podría dejar pasar u olvidar el poder que tenía incluso en el estado en que se hallaba. Temía lo fuerte que el traidor sería para el instante en que las siete trompetas de los arcángeles sonaran y los cielos se abrieran para el regreso de Yahvé, su dios.

        No faltaba mucho para la Llegada y lo único que lo tranquilizaba era aquel libro color bronce que de tanto apretar hacía blancos sus nudillos. La inminente guerra le mantenía preocupado y ya eran varias las noches en que no pudo descansar, con la duda atenazándole mientras observaba el cercano firmamento si tendría que ver a los seres que quería perecer otra vez.

        —¿Es normal sentir tanto miedo? —Bajó la cabeza, hundiéndola entre los hombros. Entrelazó ambas manos y se las llevó a la frente, cerrados los ojos. Los codos se apoyaban en el libro que cargaba y las piernas colgaban de aquel empinado observatorio por lo que el viento se colaba entre su blanco plumaje—, Señor, por favor, dame la fuerza necesaria para afrontar esta prueba. Ayúdame a servirte, bríndame la fortaleza necesaria para entregarte mi vida.

        Pasados unos minutos, tras abrir los ojos de nuevo, leyó por cuarta vez la pequeña frase inscrita en la carátula del texto: El gran libro, se titulaba. Cargaba con él unos años antes de que se mencionara el Juicio y ahora lo único que podía hacer era pensar qué tanto le serviría la información que en él estaba, pues, a pesar de contener todos los conocimientos de la guerra de Javek, no significaba nada a la hora de la verdad. Cuando por primera vez tuvo la oportunidad de presenciar la realidad del mundo y de lo que en él había, Yahvé hizo oficial su nombramiento como ángel, y todas sus tropas y coros sin excepción celebraron el dichoso evento. Antes de eso no era nada, ni para él ni para los demás.

        «—¿Cuál es tu nombre, novato? —recordó que le había dicho un ángel de cabello rubio y mirada vivaz. Le tendía la mano en un gesto amistoso para ayudarle a ponerse en pie—. Soy Luzbel, espero que podamos hablar en algún momento —enarcó ambas cejas y él lo imitó—. Tengo grandes planes para este reino y espero contar con tu ayuda.

        —Haamiah —contesto sin la misma emoción, sino con un leve amago de sonrisa en el rostro— y gracias, supongo.

        Aquel traidor le hizo un veloz guiño del que apenas se percató.

        —Me lo agradecerás después.

        —Claro —dijo con gesto ameno—. ¿Por qué no?».

        —¡Vaya planes! —exclamó en voz alta una vez estuvo seguro de que nadie andaba cerca suyo mientras ahogaba la ira que crecía dentro de sí, obligándolo a apretar con más dureza el libro; de no haber sido por Satanás, ninguno de sus hermanos estaría entrenando para alistar el contraataque—. Grandes, sí, pero con demasiada sangre corriendo por culpa de ellos.




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