† NUEVE †
—CAÍDOS—
Los ángeles estaban angustiados y con razón, pues desconocían las razones por las que eran más las almas que iban al averno a pesar de tantas advertencias que les daban a diario; se preguntaban si acaso los hombres pecaban a sabiendas de lo que les deparaban o si era que seguían en tan mal camino debido a su ignorancia. Fuera cualquiera de esas razones la verdadera, no importaría mucho que rogaran por piedad si su destino era ya irremediable.
Lelahel contempló de nuevo las dos grandes listas repletas de nombres grabados a fuego que se hallaban en ellas. Los miles e incluso millones de Condenados que superaban por mucho al puñado de Salvados le ponían nervioso y aunque su compañero de jerarquía, Elemiah, le insistiera en que se tomara un descanso de observar los dos grupos cada pocos minutos, le era inevitable hacerlo. Era como si su existencia se dedicara a eso en las últimas semanas previas a la Llegada; tal vez tenía la esperanza de que el Juez notara un cambio en la humanidad y decidiera perdonarlos a todos…, no obstante, las palabras de su colega pasaban por su cabeza sin cesar: «Y si un asesino decide arrepentirse el día anterior a su muerte, ¿le vamos a permitir ingresar al paraíso?» Aún no tenía la respuesta para eso; sí, quería que los condenados se redimieran, pero a veces, ciertas cosas no se podían cumplir o cambiar así de simple.
Tal vez y solo tal vez, aunque le costara admitirlo, esa era una de ellas.
A su lado se encontraba Miguel, quien luego de mucho estudiar el Gran Libro se había percatado de un extraño fenómeno en los enormes pergaminos que antes no ocurría en ellos. Desde hacía dos días, algunos nombres aparecían en un rojo brillante a diferencia de los demás, que eran color cenizo. Lo que más sorprendió al serafín y al arcángel guerrero fue que junto a estos, uno de los siete pecados capitales le hacía compañía. Al primer día fue ira y ahora estaba lujuria, con la inscripción de que faltaban cinco días para la Llegada.
Se le iba la cabeza pensando en ello y el rubio, extrañado, no tardó en enviar las listas al resto de los ángeles de primera jerarquía; Miguel había recordado la Batalla de Javek: un cruel enfrentamiento donde la mitad de los santos conocidos ahora como salvados perecieron a manos de sanguinarios demonios y ángeles caídos que en busca del trono del Señor, emprendieron una feroz cruzada sin ningún signo de piedad. La guerra duró más tiempo del que pudiera gustarle a cualquiera y cuando ambos grupos se vieron al borde de la muerte, un desesperado tratado por parte de ambos evitó el fin del linaje sagrado. Los ángeles pudieron acabar con la feroz acometida para poder sellar a Satanás en el infierno, lugar en el que se ha mantenido hasta aquel momento; sin embargo, no podrían asegurar que se mantuviera ahí, si ya sabía sobre tal leyenda.
Sí, lograron detener al mayor enemigo en la primera guerra, pero eso no significó que sus amigos, a quienes consideraba hermanos, no fallecieran ni sufrieran de la peor manera. El serafín era consciente de que Miguel vio morir a muchos, demasiados de ellos sin que pudiera hacer nada para detener la masacre.
Él también los recordaba mientras agonizaban encogidos sobre sus alas con sus plumosas extensiones bañadas en sangre. Nunca pudo olvidar cómo los espasmos recorrían sus cuerpos hasta que la vida se agotara dentro de ellos. Cuando la noche era solitaria, las imágenes de cómo salía aquel líquido carmesí de sus labios amenazaba con dejarle en vigilia y lo único que podía hacer era aguantar, apretando los dientes como ellos lo hicieron, mientras él se mantenía junto a ellos, acompañándolos en su fatídico viaje.
Tras cientos de lunas de aparente paz, Miguel creyó que el martirio terminaría hasta que una nueva duda se implantó en su cabeza, ¿a dónde va un ángel al morir?; las primeras noches tras terminar la guerra no hallaba descanso. Se quedaba horas enteras, pensando cuál sería el paradero de los fallecidos; le gustaba creer que aún había esperanza para ellos. Que tal vez algún día volverían. Sabía que probablemente soñaba despierto. Odiaba estar seguro de que nada de eso se cumpliría.
—No sé cómo mantendremos a raya esta situación —Lelahel rompió el silencio por tercera vez, apuntando los dos nombres de los pecados escritos en el pergamino—. ¿Alguna idea de qué significa eso?
—Lo único que se me ocurre es que Satanás haya descubierto acerca de esa profecía… ¿cómo es que decía? —frunció el ceño. Lelahel chasqueó la lengua y negó con la cabeza sin ganas. No iba a negar que había hablado del tema con Elemiah días atrás, pero si Miguel también pensaba en ello, no habría muchas posibilidades de evitar que el resto de los ángeles se enteraran o quizá, que entraran en pánico—. La de los pecados, esa.
—Siete almas deberán ser entregadas al mayor traidor para que el día del juicio final, bajen al infierno en cuerpo y alma, donde los grandes demonios dispondrán de ellos a su antojo. Dicen que el hecho de que uno de ellos posea el ser de un hombre hará que consigan un poder que ni siquiera cien ángeles juntos podrían tener, pero son solo palabras sin fundamento.
—Me parece ridículo —apuntó tras frotar el rubio cabello con una mano—. ¿Quién en su sano juicio vendería la cosa más preciada que posee a ese maldito de Satanás? —una carcajada carente de emoción se escapó de sus labios. Por supuesto que había gente que lo hacía, aún fuera por unos pocos beneficios sin sentido. La gente lo hacía hasta cuando su bienestar fuera inferior, y por mucho, al de su futuro sufrimiento.
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Editado: 18.05.2024