Pecadora [la entrada al paraíso]

DIEZ

† DIEZ †

LA TUMBA DEL ÁNGEL—

 

 

 

 

¿A dónde va un ángel al morir?

        Una lejana campana mecía su sonido al aire con un leve amago de tristeza. Los serafines compartían aquel sentir; marchaban sin atreverse siquiera a desplegar sus alas en señal de luto, y aquellos que cargaban el cuerpo de Jeliel y el del otro ángel llevaban la mirada puesta en el suelo. Notaban la piel de sus compañeros sobre los desnudos hombros, en los brazos y las manos, ya sin signos de alguna calidez; su temple era solemne como el que siempre llevó en vida; cualquiera que evitara ver la profunda herida en su vientre diría que tan solo tomaba un descanso. Miguel frotaba su frente con angustia cada tanto al observar a su alrededor, ya temeroso de que algún otro ángel falleciera frente a él sin que pudiera hacer algo para evitarlo.

        Se preguntaba por qué habían muerto; no tuvieron motivos de gravedad para hacerlo. Además, el suicido no era siquiera una opción pues estaba prohibido por las leyes que el Padre les dio y ellos vivieron bien durante el tiempo en que estuvieron presentes. Solo no era capaz de entender por qué. ¿Por qué alguien les pudo hacer algo como eso?

        —Miguel… —Hekamiah se acercó junto con Haamiah y Hariel. El ondulado cabello rojizo se encontraba atado con una cinta azul pálido que lo mantenía tras los hombros. Los mechones de cabello sobrepasaban estos unos cuantos centímetros pegándose a la piel—. ¿Estás bien?

        —No pude salvarlo, por favor —gritó entre susurros; respiró sonoramente y se mordió el labio inferior durante unos segundos en los que apretó el mango de la espada. Ya tenía marcado en la mano izquierda el lugar donde el metal pegaba con su piel—. ¡¿Crees que voy a estar bien?! Es una pregunta demasiado…

        El querubín frunció el ceño, confundido por la extraña actitud del otro. Haamiah le hizo un gesto con la mirada, como si le quisiera decir algo que no terminaba de entender y Hariel se limitó a observar en silencio. Respetaba demasiado al guerrero como para pensar algo malo sobre sus palabras.

        No fue culpa tuya, no sabías dónde estaban los de alto rango. Al menos pudimos salvar a otros más…

        Miguel notó los cortes que comenzaban a curarse en el pecho de Hekamiah. Este vestía un traje algo pegado al cuerpo que le llegaba bajo la rodilla de tonos cobrizos. Un listón dorado se cernía sobre su cadera en diagonal, con los dos extremos terminados en flecha de aquel lazo grueso colgando a un lado de esta. Con él, las heridas se veían con más claridad.

        El aprendiz del arcángel quiso intervenir para salvar la tensa situación.

        —Oye Hariel, ¿alguna vez has luchado contra él? —señaló a su mentor—. De las decenas de veces que lo he hecho, no sé cómo, siempre resulta ganando. Es como un… titán en cuanto toca esa espada.

        El tronos le respondió con una sonrisa.

        —No, no lo he hecho —musitó con cierto aire de calma que Haamiah agradeció—. Tal vez pueda derrotarle, no creo que alguien sea invencible —miró a Miguel y dejó salir una corta risa— sin ofender; solo quiero decir que a pesar de la fuerza que tienes sigues sin ser Yahvé.

        Este se encogió de hombros. Ya había dejado de apretar el arma.

        —No te preocupes, no me ofende. Pero te pido —torció el gesto en una mueca que intentó ser sonrisa— que no me compares con él. Nunca se sabrá cómo Satanás empezó a creerse superior al Padre.

        —Claro, entiendo. No lo volveré a hacer —se dirigió luego a Haamiah y se apoyó sobre su hombro—. He oído que te está entrenando Miguel. Dime, ¿qué tal es? Mi anterior mentor murió en Javek no sin antes hacer un buen trabajo.

        El ángel de cabello rojizo se sentó junto al arcángel y dedicó una mordaz mirada a Hariel.

        —Uy, tal vez te conviertas en el próximo Luzbel. Qué gran autoestima te tienes, chico.

        Este observó a su mayor de la misma forma.

        —Quererse no significa planear rebelarse —el querubín asintió dándole la razón y ojeó a Miguel, quien tenía la cabeza entre ambas manos. Frunció el ceño en un gesto de tristeza y entornó los ojos, fijándose en algo que le escocía.

        Hekamiah detalló un largo tajo que tenía en el antebrazo e hizo el intento de ocultar la mueca de dolor que se hacía lugar en su rostro. Antes de que alguien se percatara de la gran herida, apoyó la zona contra el traje, que no tardó en teñirse con el color de su sangre.

        —Pero, hablando de lo que sucedió… —interrumpió la conversación, fijando los rasgados ojos sobre los de Miguel—. ¿Alguna idea de qué pudo haber pasado? Me refiero al ángel que se cayó del pilar. Todavía no entiendo cómo pudo pasar por más que intente buscar una explicación. Todo fue tan repentino.

        Miguel le imitó el gesto luego de colocar su mentón sobre el pulgar de la mano derecha. No notó la sangre que manchaba la vestimenta del querubín.

        La melodía de las arpas lejanas se hizo más fuerte, la ceremonia de entierro estaba por comenzar. Los serafines se hicieron en fila para despedir al gran guerrero que había marchado y los más cercanos a él le sujetaban las prendas y las manos, negándose a dejarle ir. Nadie quería decir adiós, pues era aceptar que nunca más volverían a verlos.




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