Pecadora [la entrada al paraíso]

DOCE

† DOCE †

—CONTRAATAQUE—

 

 

 

—¡No puedes hablar en serio! —exclamó el a­­lado con la voz llena de una extraña mezcla de desesperación y otro poco de miedo. No podía creer lo que estaba pasando. ¿Por qué ahora?; había hecho de todo intentado evitar aquellas palabras, por evitar que Dalila… que esa maldita, llegara hasta la chica. ¿Acaso era una broma?—. Jenny, ¡no lo hagas, niña! —gritaba a la Tierra el ángel de Jenny. Una vez aceptara la propuesta de aquella perversa mujer, no habría nada que pudiera hacer—. ¡Te estás condenando tú sola! Por favor, no lo hagas. Hazlo por…

        Sujetaba con fuerza el antiguo pergamino mientras mantenía la mirada fija en la Tierra; temía lo peor. Pero ¿qué haría si le privaban incluso eso? No quería verla caer, no a ella.

        »Por favor, Jenny… te mereces algo mucho mejor que eso que Dalila te ofrece —rogó—. ¡Date cuenta de que miente!

        Se desveló durante noches enteras; tantas que la cuenta ya estaba perdida; solo las ojeras bajo su piel y el cabello castaño desordenado daban muestras de ello. Trató de entender durante ese tiempo lo que sucedía y al menos, ya había llegado a algo. Y por eso temía.

        «Ira, Lujuria, ahora soberbia. Pecados capitales. La llegada está cerca. La maldita profecía». Había comprendido lo que tramaba aquella mujer hacía unas horas; se aferraba a que la leyenda contada por sus superiores fuera mentira pero, por más que rogara, sabía que sería en vano, pues ya los informes de los serafines le confirmaron. Aquel título bajo sus nombres, cada uno con un pecado, daban suficientes respuestas para que dejara de preguntar el qué o cómo podría salvarla a ella y al resto. Desde su posición no podía hacer mucho, dejando todo a la suerte. Deseando que aquella mujer que le cautivó no respondiera… que aquella a quien quería como si fuera su protegida, diera media vuelta y siguiera su camino; olvidara lo que vivió allí y, si ganaban en la guerra, que fuera feliz. Que jamás recordara que estuvo frente a la dama del pecado y que sus hijos y los hijos de ellos pudieran estar en paz.

        »Debes ser fuerte, Jennifer. Hazlo por… —su voz se quebró—. Hazlo por Jhon; él te quiere demasiado, no hagas una locura, muchacha.

        Aquella antigua historia que conocía de siglos atrás relataba una profecía acerca de la Llegada. Si el Infierno reunía siete hombres, cada uno por los pecados capitales, que le representaran, podría vencer al Cielo y así regir la Tierra. No se quería imaginar que pasaría en caso de que el bando contrario lograra juntarlos a todos antes de la fecha. Su poder sería casi invencible; faltaban aún cinco días para el Juicio y aún quedaban cinco pecados, contando a soberbia. Si tan solo ella se negara…

        —Vamos, Jenny —murmuraba Menadel, su ángel guardián, esperando que pudiera escucharle, recuerda a tu madre. ¿Qué querría ella que hicieras? —decía, con la vana esperanza de influir en su decisión.

        No era tan solo su alma la que estaba en juego; había demasiado en él. Mucho por arriesgar. Desde su lugar podía observar todo con lujo de detalles, como si estuviese frente a ella. Si así fuera, de seguro la estaría tomando por los hombros, agitándola para que reaccionara hasta que tomara consciencia de lo que estaba a punto de hacer. Le gustaría estar ahí en ese momento para detenerla de ese desastre.

        Le gustaría estar junto a ella.

        Notaba la inseguridad en el rostro de la chica; era demasiado joven en comparación a Dalila para percatarse de que todo eso que le ofrecía era una vil trampa. Era aún indefensa y no conocía la crueldad del mundo que le rodeaba; o quizá sí lo hacía, y por eso era merecedora de la visita de Dalila.

        Pero debía hacer algo. No podía permitir que ella se condenara sin retorno; la salvaría y si era necesario, lo haría a costa de su propia vida. El pergamino que sostenía estaba arrugado por completo; ya no podía arreglarse. Desanimado, lo tiró al suelo; la sala hecha un desorden no le afectaba.

        —Si no fuera yo quién te ha escuchado, Menadel… —la voz de Yehuiah, su camarada de coro, le heló la sangre unos segundos al entrar a la estancia. Menadel dejó salir un largo suspiro y miró tras él, a la espera de que alguien más llegara a asesinarle por traición. No obstante, el único rostro conocido era el del dominación.

        —Ya sé, sin alas ni vida —resopló una vez más. Se pasó el dorso de la mano por la frente, humedecida por una fina capa de sudor—. Sigo sin verle la razón por la que es pecado y aun así temo que me descubran. ¿Tan malo sería si lo hacen?

        —Venía de hablar con Cahetel, el serafín que se la pasa en la sala de recuperaciones, ya sabes, el amigo de Miguel. Te aconsejo que cuides lo que dices porque el interés es demasiado claro a los ojos de cualquiera —desde el marco de la puerta, su amigo se soltó el largo cabello blanco, que cayó en pequeñas ondas hasta la mitad de la cintura—, tú no solo te preocupas por esa chica —señaló el pequeño canal que servía para verla—. Tú la adoras y eso solo te asesinará.

        —Y aunque lo sé —refutó, con el ceño fruncido y el pecho agitado de nervios por lo que sucedía allá abajo—, no me importa, pues ella vale cualquier estadía acá. Ella lo vale de verdad; no me importa que Cahetel o ningún otro haga algo contra mí, si llegaran a descubrirme. Yo lucho por lo que creo correcto.




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