Pecadora [la entrada al paraíso]

CATORCE

† CATORCE †

—TRAIDOR—

 

 

 

 

Cinco días para la llegada.

        El caliente aire lleno de muerte se coló por su nariz apenas puso un pie sobre el suelo de rojiza roca. Tras la humillación que aquella humana le había hecho pasar tuvo que correr hacia el árbol más cercano, pues con el tiempo en su contra, debía encontrar la forma de suplantar el espacio vacío que Jennifer dejó ante su negativa. Su cuerpo vivo pareció desaparecer al entrar al infierno que suponía aquel lugar; lo sintió tan real que creyó por un breve tiempo que no duró casi nada que estaba así, viva. Sin embargo, el olor a pútrido le devolvió la razón, y su mano sobre esa cicatriz que señalaba el cómo le arrebataron todo lo que era le confirmaba sus tristes sospechas.

        Inhaló profundo, dejándose llevar por el familiar —aunque no querido— olor a húmeda caliza. Caminó con una mano apoyada en el muro de roca a su izquierda y poco a poco comenzó a bajar por los escalones en espiral.

        «Me va a matar», dijo en un susurro antes de descender. No esperaba nada de su Señor, era tan imposible saber qué haría al enterarse que prefería dejar la sorpresa para otro momento.

        Puso un pie frente al otro, avanzando en el abismo hasta la morada de su propio dios. Este se hallaba de espaldas cuando la dama de rojo cabello bajó el último escalón, no obstante, el movimiento que hizo con uno de los hombros le indicó un claro «habla, que ya sé todo lo que ocurrió».

        —Puedo explicarlo, mi… —se apresuró a decir.

        —Has fallado, Dalila —replicó Satanás con voz ronca de días sin pronunciar palabra alguna—. ¿Cómo ha sucedido? Exijo saberlo.

        —¿Podríamos evitarnos esto? —rodó los ojos, dando un largo suspiro. Satanás aún seguía de espalda a ella, por lo que se adentró aún más en la pequeña «residencia»—. No es mi mejor día.

        —Hoy no es día de nadie, Dalila.

        Se levantó entonces; Dalila pudo notar el pecho del demonio lleno de azotes aún abiertos, y la sangre manando con lentitud de estos. Le aturdió. Esas heridas habían cerrado siglos atrás.

        —¿Qué te sucedió? —se acercó hasta quedar a pocos metros de él, temiendo un arrebato por parte de Satanás—. Te ves fatal.

        El demonio rio con poca gracia.

        —¿Qué mierda crees que me ha pasado?

        —Tu expulsión del otro reino —repitió, ya con la cuenta perdida— y la condena que Miguel impuso sobre ti. ¿Me equivoco?

        No respondió. Se tomó la cabeza entre ambas manos y con la punta de los dedos masajeó las sienes golpeadas; las heridas le escocían, pero debía soportar la tentación de abrirse más la carne irritada y arrancarla para saciar su dolor. Tal vez podría mejorar de momento a costa de poner en riesgo algún factor que se pusiera en su contra para el momento de la batalla.

        Miró sobre Dalila; algunos demonios Naderu asomaban sus dentados picos hacia el interior de la cueva, dejando consigo un siseo que le helaba la piel de las manos. Resopló fastidiado por los rumores que correrían.

        —¿Y la parte en que me cuentas qué tan inútiles fueron tus esfuerzos por intentar obtener el alma de Soberbia? —gruñó.

        —Hice lo que más pude —insistió, señalando el techo rocoso—. No es mi maldita culpa que tenga que hacerlo todo yo sola. ¡¿Por qué no piensas en mí?!

        —Pero cariño, mira que sí lo hice —sonrió amenazante, apuntándola con una de las afiladas dagas que pendían de su costado derecho, aquel menos lastimado por los golpes que una banda de demonios Käegán le propinó en medio de un altercado por el poder días antes.

        Su voz, ahora peor por el esfuerzo que le supuso hablar después de mucho, sonaba más gastada. Se veía desecho, sin embargo, Dalila sabía que eso era tan solo la apariencia que demostraba; él, sin duda alguna, era más fuerte que cualquiera que quisiera arrebatarle el trono.

        »Mira que te mandé a llamar y todo apenas supe de tu divertido fracaso ante una simple humana —espetó con una pedante sonrisa.

        Cuando Jennifer se negó a la propuesta que Dalila tenía para ella, Satanás la llamó a las profundidades. A pesar de haber vivido ahí siglos enteros, nunca se terminó de acostumbrarse al tétrico ambiente que rodeaba cada esquina del desolado páramo; y realmente no tenía la intención de volver a ese lugar nunca más. No ahora que podía respirar otra cosa que no fuera azufre o la carne putrefacta de los demonios en descomposición. La luna roja incrementaba el aullido de dolor de los castigados en el reino al ser sumergidos en el menjurje de fuego y ácido, lo que por tantos años la dejó con ganas de quitarse esa segunda vida.

        No dejaría que nada arruinara su regreso a la Tierra.

        Con un incómodo suspiro de resignación, escuchó el suelo crujir al abrirse ante ella, dejando a la vista un enorme despeñadero que parecía ser interminable. Era inmenso, pero invisible al ojo humano a menos que tuvieran contacto con él. Miró con cautela a su alrededor segundos antes de ingresar en él. Aunque no era ninguna amenaza para ella, prefería mantener en el secreto la respuesta que tantos hombres buscaron durante sus vidas. La entrada al Infierno.




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