Pecadora [la entrada al paraíso]

QUINCE

† QUINCE †

—CAÍDA—

 

 

 

 

Ante sí, se hallaba la puerta a la que solo los serafines podían entrar. Por ella se entraba a la Tierra, por ella podría encontrar a Miguel para pedirle ayuda, pues temía que algo horrible pudiera ocurrir en su ausencia… o en la presencia de Dalila. Había dejado tan en claro que volvería en busca de los pecados, que aquella frustrante sensación de saber que era incapaz de actuar desde su lugar se instalaba en su pecho, ahogándolo.

        —Solo da un paso, hombre —se animaba en voz baja; temía que alguien lo oyera y, a pesar de que no planeaba hacer nada en contra de las reglas al bajar al mundo terrenal, muchos ángeles no hacían caso a las palabras de algún intruso. Y en ese momento, él era uno de ellos.

        Giró la cabeza a los lados en busca de algún testigo que pudiera recriminarle. Con una mano palpó todo lo que llevaba, aquella que consideró necesario en caso de toparse con alguna dificultad. Debía tomar cuerpo humano al descender, sin embargo, ¿cómo sobreviviría si un demonio se ponía en mitad del camino? No recordaba si aún ellos hacían eso o si por el contrario, prefirieron quedarse en el interior del palacio de roca ardiente.

        —Uno más… —ya había caminado unos cuantos metros y por fin, la puerta de cristal se hallaba al alcance de su mano. Cristal para serafines, cuarzo para querubines, y mármol para tronos. Avanzó un poco más y con un último vistazo a su alrededor, puso todo su peso sobre la pesada entrada que lo separaba de su destino. Se ayudó con las manos para poder abrir al menos un espacio en que pudiera pasar. Cuando por fin su mano atravesó aquel umbral, el hielo se apoderó de su brazo entero; ahí dentro, la temperatura se reducía de una manera drástica. Tomó aire una vez más y con un último esfuerzo, la puerta se cerró tras de él.

        La sala era inmensa y las sombras cubrían su interior, proyectando imágenes en las paredes que la luz de las velas hacía ver aún más grandes de lo que ya eran. Algunas escaleras daban paso al segundo piso de la estancia, y frente a él se podía presenciar las estanterías de la biblioteca privada. Se dejó llevar, pasando la mano por cada uno de los libros, recorriéndolos con la yema de los dedos.

        Un par de sillones yacían en medio del lugar y al fondo de la primera planta, una puerta delgada con aspecto quebradizo marcaba su destino. Caminó hacia ella, y al pasar por un gran camarote, el sonido metálico de la espada de otro ángel lo inmovilizó.

        —¿Qué haces aquí, Menadel? —la voz de Yehuiah sonó a su espalda, como si este lo hubiera seguido todo el tiempo. ¿Cómo no lo notó? Se dio la vuelta, y al girar, el corpulento cuerpo del alado se encontraba a poca distancia. Su cabello, incluso, se había oscurecido más debido a lo oscuro del lugar, ¿acaso sabes el lío en que te meterás?

        El ángel sonrió en silencio, bajó la cabeza y admiró el diseño de la daga que él le dio varias horas antes.

        —Sí, pero me dijiste de igual manera que debía buscar a Miguel. Y eso hago, colega.

        —¡No, no, no! —trotó hasta quedar frente a frente. Con las alas estiradas le bloqueaba el paso, esa abertura para bajar a la Tierra—. ¡Entendiste todo mal! Dije «debes buscar algo en qué ocuparte», esa obsesión tuya te matará —susurró en gritos.

        —¿Y? —rodó los ojos con fastidio—. Toma esto como mi nuevo pasatiempo si te apetece, entonces.

        Menadel apartó con la mano a su compañero de coro y en unos segundos llegó al borde de la barrera que lo separaría de su «propio mundo». Antes de dejarse caer, giró hacia Yehuiah y sonrió.

        —Nosotros somos seres de sacrificio, ¿verdad?

        El otro calló. Lo conocía tan bien que ya podía adivinar lo siguiente que diría, y no sabía si permitirlo o no, porque de ser él quien estuviera en ese lugar, Menadel no lo habría impedido.

        Asintió lleno de dudas. ¿Estaba pecando también?

        —La Tierra tiene poco tiempo antes de que el ejército maldito se alce. Debemos intentar protegerla hasta entonces. A cuantos sea posible.

        —¡Pues que otro ángel se encargue de eso! —gritó lo más bajo que pudo. La oscuridad tintaba el rostro de Menadel con sus sombras, convirtiendo su apariencia un siniestro aspecto que jamás habría creído ver en él. En un rápido movimiento desenfundó su espada y le vio con el ceño fruncido; no dejaría que se fuera así sin más—. ¡Te vas a matar!

        —No, tonto —bufó, aún con la punta del arma rival apuntándole al cuello a unos pocos centímetros de distancia—. Lo que nos matará es esta estúpida habilidad de quedarnos con los brazos cruzados, mientras Dalila y Satanás se encargan de fortalecer su reino. ¡Lo que nos matará será nuestra propia renuencia para actuar a tiempo!

        —¡Alto ahí! —le advirtió. Sentía la sangre hervir en su cabeza y la mano que llevaba la espada en alto comenzaba a temblarle. ¿Debía herirlo, debía hacer algo?—. Ni una palabra más.

        —¿O qué? —rio con asco—. ¿Me matarás?

        Se acercó, hinchando el pecho de aire y valor. Pronto quedó con el filo de la hoja sobre su piel.




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