Pecadora [la entrada al paraíso]

DIECISÉIS

† DIECISÉIS †

—LA EDAD NO JUSTIFICA EL PECADO—

 

 

 

 

Por fortuna había logrado volver a la superficie. El cálido clima le hacía sudar, obligándola a pasarse la mano por la frente cada cinco minutos para quitar esa molesta capa húmeda que le hacía brillar el rostro. A pesar de sus siglos habitando en el Infierno, tener un cuerpo humano hacía que este fuera tan normal como el del resto; sufría del mal del hambre y el sueño, así como de los molestos piquetes de zancudos, esos que con un solo ataque enfermaban generaciones enteras y a veces, les asesinaban.

        A su alrededor la maleza se extendía, dando refugio a animales y algunas tribus humanas que coexistían en paz. Veía desde la distancia pasar las mujeres, cargando grandes platos sobre sus cabezas y a sus hijos mamando del pecho; algunos hombres trayendo la cena de la noche y si se detenía a admirar bien el paisaje, a un par de muchachos guerreros que entrenaban entre sí para probar quién de ellos era el más fuerte.

        Dalila no pudo reprimir una sonrisa al mirarlo. Le parecía tan tierno como estúpido, pero lo que más le sorprendió fue encontrar su mano sobre la cicatriz en el sitio donde latía el falso corazón.

        —Los problemas que me ha causado Soberbia… Debo arreglármelas para hacer dos contratos a la vez.

        ¿Qué podría perder si iba a un lugar en el que los recursos escaseaban? Necesitaba por lo menos a una sola persona que tuviera más bienes que los demás; algo con qué comenzar. Una pequeña burla, un mal gesto o alguna frase prepotente. ¿Pero qué esperaba? No podía elegir a los siete hombres al azar y darles el mal que representaran. Por más ganas que tuviera de hacerlo y terminar aquella obligación de una vez, debía contenerse. Debía esperar a que tuvieran ese desliz que tanto ansiaba para poder actuar, pero hasta entonces se debía quedar de brazos cruzados.

        —Soberbia—canturreó con una sonrisa grabada en el rostro—. ¿Dónde estarás, querida Soberbia? Mientras todo salga bien…

        Se sacudió el polvo de los hombros descubiertos y se levantó de su escondite. Al poco rato se percató de que alguien tiraba del vestido rojo.

        —Mbólan... — un chico de poca altura le habló efusivo, mas al comprender que la mujer no le entendía, el chiquillo abrió los ojos tanto como pudo, sorprendido. Dejó ver una blanca sonrisa y pasó los brazos hacia atrás, meciéndose un poco en el sitio—. «Disculpe, ‘nora» —dijo en un español regular.

        Dalila le vio e imitó su gesto forzadamente; el niño no pasaba de los diez años y vestía de harapos en forma de una andrajosa túnica que le llegaba a los tobillos y dejaba al descubierto unas sandalias desgastadas por el tiempo y el uso.

        »Usted no es de aquí, ¿verdad?

        El viento sopló a favor y consigo llevó una inmensa carga de arena que le hizo frotarse los ojos.

        —No, niño. No lo soy —respondió seca, con toda la intención de evitarlo y seguir en su búsqueda—. ¿Dónde están tus padres? No deberías alejarte de ellos.

        El chico frunció el ceño y se cruzó de brazos, afirmando los pies sobre la arena bajo él.

        —No te lo voy a decir —exclamó sorprendido de que una mujer como Dalila le dijera eso. Era la primera vez que alguien extranjero le trataba de esa forma.

        —Ya veo —le miró con desprecio sin bajar el rostro y de sus labios salió una queja en tono bajo—. Entonces llévame con tus padres, niño, así se soluciona todo. Consigo lo que quiero y dejas de ser un fastidio—ordenó bruscamente con una sonrisa postiza—. Ándate y ya, mocoso estúpido.

        —¡No! —gritó, negándose a las órdenes de aquella extraña. Agitaba el aire con sus brazos, y la arena con fuertes pisadas, levantando polvo de esta misma— ¡No lo haré!, ¡no lo haré, jamás lo haré! ¡Eres una ‘nora mala, mala, mala!, te voy a acusar con mis papás y ellos te van a castigar. ¡Porque eres muy mala!

        Dalila miró hacia atrás y supo ahí que la vigilancia secreta que había pensado organizar hasta que obtuviera lo que quería no podría realizarse. No mientras aquel niño de piel morena y revuelto cabello oscuro estuviera a su lado para molestarla con esa voz aguda y los berrinches odiosos. Llevó una mano para apoyarla contra la sien derecha y masajeó el lugar unos segundos hasta que los dedos se le cansaron. La voz de ese muchacho no hacía más que darle jaqueca.

        «¿Cómo es que resulté discutiendo con ese inútil?», se preguntó Dalila con la mirada fija en una nube cercana. Algo le impedía ceder contra el pequeño. Lo más probable, es que fuera su propio orgullo. Pero podría haber algo importante.

        —Cómo sea, enano —fingió perder el interés en este, pero no acabaría ahí tan fácilmente—. Pues no hagas nada, no me importa siquiera conocer a la estirada familia de un pobre callejero —espetó.

        Se alejó un poco del muchacho, simulando irse. Este le miraba triunfal, al darse cuenta de su supuesta victoria. Dio media vuelta y se fue camino a casa ya que el sol comenzaba a descender, y percatándose de los últimos rayos de sol, apuró el paso para evitar era quedarse en mitad de la helada noche junto a esa extraña de cabello como el fuego a la intemperie, vulnerable ante las bestias que podrían estar rondando ahí. Además, necesitaba llegar junto a su amada mascota, Deng… y a su hermano mayor. Dalila esperó minutos que se le hicieron eternos. Nunca había creído ser tan paciente hasta ese momento, pues odiaba estar sentada sin hacer nada. Sentía que de esa forma perdía tiempo valioso de la «nueva» vida que tenía.




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