Pecadora [la entrada al paraíso]

DIECIOCHO

† DIECIOCHO †

—LA CENA DEL REY—

 

 

 

Cuatro días para la Llegada.

—¿Qué quieres decir con que la fiesta se cancela?

        El rey estaba furioso y con gran razón, según él, pues su primogénito estaba a punto de contraer matrimonio con la princesa más bella, inteligente y deseada por la mayoría de príncipes de otros países, y Natalia se había acercado poco antes del inicio de la hora acordada para la gran cena con la que se iba a festejar el importante acontecimiento. Además, Carlos había contratado a una docena de experimentados decoradores para embellecer el salón, esperando que todo saliera perfecto. ¿Cómo se atrevía esa asistente a decirle ahora que todos sus esfuerzos estaban perdidos? ¡Gastó demasiados millones en los preparativos para la fiesta!; no solo contaba con los adornos, sino con la comida, música y los regalos que le iba a ofrecer al padre de la prometida.

        —Lo lamento, su majestad —masculló la mujer mientras inclinaba la cabeza en señal de respeto.

        Muy pocas personas conocían el lado airado del hombre, y Natalia era una de ellas para su pesar. En numerosas ocasiones, más de las que podía recordar, se vio amenazada con ir a prisión si no cumplía con los caprichos del soberano a pesar de lo mucho que le insistía en que todo tenía una razón para ocurrir; sin embargo, temía algún día sobrepasar el límite que Carlos tenía para ella. Tenía el gran presentimiento de que era capaz de cumplir su palabra aunque fuera solo para demostrar que poseía el poder para hacerlo.

        »Con la hambruna que sufre el pueblo en los últimos meses, los trabajadores se niegan a producir más alimentos que según ellos, les pertenecen a sus familias más que a nadie. Esos alimentos que se les niegan… por hacer estas celebraciones, mi rey.

        Carlos le miró con el ceño fruncido antes de acomodarse sobre el gran sofá con diseños de tonos cobrizos y frotar con desespero las sienes.

        —¡¿Acaso insinúas que yo, Carlos, gran monarca, soy el causante de las miserias de esos hombres?! —acusó a la mujer, que mantenía la mirada baja. En secreto lo deseaba ver muerto a aquel hombre y tomar su trono, sin los prejuicios que los soberanos parecían adquirir a los pocos años de haber comenzado su mandato.

        —No, señor.

        —¡Pues adelante! Regala todas mis riquezas a esos burdos pueblerinos y verás cómo quieren más y más cada vez. Le das la mano y te toman del codo, ¡inaudito! A ver, Natalia, haz lo que te dé la gana con la comida y esos adornos de quinta. ¿Te digo por qué?

        Tomó aire.

        —¿Por qué…?

        —¡Porque es tu culpa!

        —Pero, señor, no es eso lo que quiero decir, me refiero a que… —se apresuró a comentar, conocía muy bien a Carlos para saber lo que pasaría a continuación.

        El silencio se implantó entre ambos. Al cabo de un rato, el soberano tosió despacio, saboreando el momento; luego cerró los ojos y Natalia tuvo que aferrarse a una baranda para poder «soportar» el cercano sermón.

        —¿Señor? Reverenda idiotez —golpeó el fino sofá desquitándose con él—. ¡Adelante! ¡Te corono como la máxima reina de esta nación, Natalia!; la reina de reinas. ¡Señora de señoras!

        Tomó la corona de oro que descansaba sobre una mesa junto a él y se miró a través de ella para ver el retrato de un hombre abarrotado en oro, cuya cara estaba roja por gritar demasiado. Con desagrado, torció la boca y se la tiró a la muchacha.

        Natalia recogió el preciado objeto del monarca y respiró hondo, mordiéndose la lengua y así no empeorar la situación

        —Se equivoca —con cuidado acomodó la corona sobre la repisa en la que se hallaba antes—. No me refería a eso. Quería decir que la cena se debe cancelar casi que por obligación, ya que no hay suficientes alimentos para dar a las más tres mil personas que usted invitó. Solo tenemos recursos para satisfacer a cincuenta hombres con su mismo apetito, majestad… sin ofender.

        Carlos rodó los ojos tras cerciorarse de que no tenía tanta panza como Natalia le hacía suponer.

        —¿Y qué quieres que haga? —protestó—. ¿Quieres darles toda mi comida a esos ineptos hombres que no saben hacer bien su trabajo o es que ya te cansé y quieres matarme de hambre?

        —¡Por favor, escúcheme!

        Carlos le miró sorprendido. Tomó una bocanada de aire y giró el torso para estar de frente a Natalia.

        —¿Cómo te atreves a gritarme? ¡Guardas!

        —Oh, ¡por favor! —Se golpeó la frente con la palma de la mano derecha. En la otra cargaba un folio que guardaba los registros del reino—. Suerte con ello, su alteza; sin embargo, no espere nada del pueblo en los próximos meses si sigue con esa actitud tan infantil. De hecho, de mí tampoco. Me he cansado con su actuar tan… poco adecuado; créame que por mí fuera, iría tras el rey de cualquier otra nación, porque usted gobierna de lo peor. Ahora, si quiere, ¡sí se puede ofender!

        Con una brusca reverencia salió del cuarto del rey, ardiendo de furia por dentro. ¿Por qué siempre debía ser ella la que cargaba con todas las ocurrencias de ese cretino? Apenas la puerta se cerró tras ella, rodó los ojos con fastidio, imitando con una vulgar mueca los gestos de Carlos.




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