Pecadora [la entrada al paraíso]

DIECINUEVE

† DIECINUEVE †

—SALVADO Y CONDENADO—

 

 

 

 

La figura de Carlos se alzó imponente sobre ella, las sombras deformando su rostro en una horrorosa máscara.

        —Natalia.

        Un punzante escalofrío le bajó por la espalda cuando alzó la mano hecha un puño, y agradeció la presencia de un par de guardias en la puerta que hizo que Carlos desistiera de hacer algo peligroso aunque fuera solo por guardar las apariencias de «buen señor» que procuró llevar desde los rumores de su padre.

        —Señor.

        —¿No es tarde para salir a tomar aire? —La pregunta le arrebató el aire a Natalia. Así, el rey parecía un león justo antes de abalanzarse sobre su presa, sin embargo, procuró sostener la ensayada sonrisa.

        —Estaba algo agobiada por el matrimonio de su hijo.  

        Carlos soltó una pesada carcajada mientras se sobaba la enorme panza.

        —Claro, claro. La bella hija de ese monarca decrépito. ¿No fue un bello trato? Tierras por bodas. ¡Como en los viejos tiempos!

        Asintió forzosamente, reprimiendo la urgencia de escapar y llevarse consigo a Rodri. Conocía cada pasillo y las rutinas de los trabajadores; y en especial, conocía al rey, y el castigo que le impondría tarde o temprano, cuando la descubriera.

        Pero volvería a hacerlo en cuanto tuviera oportunidad.

        ¡Ese rey no era más que un farsante!, y sus malas decisiones habían provocado el aumento de la hambruna desde que llegó al poder. Lo que tenía de hambriento lo tenía de estúpido. No soportaría si el pueblo se levantaba, y por su culpa terminarían todos en los antiguos calabozos. 

        La voz de Carlos volvió a sacarle los pensamientos de la mente y la hizo volverse hacia los dos guardas. Vislumbró a medias, gracias a la luz que se colaba por una ventana, el rostro de Rodrigo Castellar a la derecha del rey y al otro lado el de Bogo, el Sabueso, reconocido por su lealtad y trabajo audaz, a través de los veinte años de servicio sin errores que le hacían merecedores de la absoluta confianza del soberano. 

        —Muy buena noche, caballeros —saludó Carlos moviendo la mano que tenía alzada, simulando una sonrisa—. Sigan con su excelentísima labor. Buen trabajo, señores.

        Notó a Bogo y le echó el brazo tras la espalda. Junto a ellos, Rodri le hizo un gesto a Natalia.

        —Buena noche, su majestad —respondió el Sabueso, inclinando la cabeza en un habitual gesto de respeto. Tras él, Rodrigo le imitó en silencio.

        —Bogo —murmuró—. Oí que querías decirme algo desde esta mañana. ¿Es importante o puedo esperar a comer algo antes de escucharte hablar?

        El Sabueso rio y Natalia aprovechó la distracción para acercarse a la ventana a respirar aire fresco, con su amigo siguiéndole los talones. Rodrigo le rozó el hombro con la punta de los dedos y Natalia saltó del susto, emitiendo un pequeño chillido como el de un roedor.

        —No sabía que por las noches eras mitad ardilla —bromeó, mostrándole los dientes en una amplia sonrisa.

        —Sí, mi señor —escucharon a sus espaldas—. Ha habido informes de naciones vecinas que amenazan con atacar a España. Nuestros espías han visto movimientos que levantan sospechas incluso para los ciudadanos.

        Natalia puso el índice sobre sus labios, indicándole a Rodrigo que callara. No eran desconocidos los chismorreos de los guardas que vigilaban las puertas y varios servidores de Carlos. Una guerra se avecinaba, podía sentirlo.

        —Estás equivocado. ¡Ese loco me ama!

        —Señor…

        —Calla, Bogo. No sabes de relaciones internacionales.

        Natalia se preguntaba con cuánto tiempo contaría si salía corriendo en ese momento; a pesar de que Carlos hablaba con el Sabueso, podía sentir los ojos de ese hombre sobre su cuello. Desconocía si el rey era rápido, ya que a pesar de comer demasiado y no hacer mucho para controlar su peso, no parecía que le dificultara moverse con agilidad.

        —¡No se haga el sordo, Señor!, últimamente se han presentado más casos de criminales que intentan hurtar este sector de la nación.

        —No creo tus rumores de guerra.

        —Señor, debería escuchar a sus hombres.

        Carlos refunfuñó.

        —El país ha estado en periodos de paz.

        —La paz se puede quebrar fácil, su alteza. Sé de pocas cosas, pero conozco la guerra.

        Una urraca se posó al otro lado de la ventana en que Natalia simulaba observar el panorama; sus ojos se cruzaron y ella, confundida, frunció el ceño. Su madre siempre solía decir que las plumas negras de aquel pajarraco siempre simbolizaban tragedia venidera.

        —Psst. —Rodri llamó su atención—. Psst, Natalia.

        Le vio de reojo, vocalizando un «¿qué?»




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