Pecadora [la entrada al paraíso]

VEINTE

† VEINTE †

—CINCO—

 

 

 

Cuatro días para la llegada, noche.

Cada pasadizo frente a ella formaba un confuso laberinto, dando paso a las más de cien habitaciones que el palacio contenía. Se imaginó qué tan grave podría ser perderse, o toparse con alguno de los guardas… o con Miguel. Si quería salir de ahí, viva, debía tener cuidado de vigilar quiénes venían o se alejaban de ella, lo que hablaban los demonios que podrían andar por las cercanías, así como intentar no extraviarse entre tantos laberintos que creaban los corredores.

       —Mierda —chistó—. ¿Por qué debe ser tan grande este lugar?, un par de letreros vendrían bien.

        «¡Vamos, por acá!», decían ellos al correr.

        Dalila caminaba entre las sombras que los enormes estantes y estatuas le brindaban para no ser vista por los guardas que podrían seguirle los pasos. Cada vez que parecía que al fin había dado con la recámara en la que el rey debía de estar, se llevaba una no muy grata sorpresa.

        Lo peor era que oía pasos tras ella y cada vez que pensaba haber escapado de sus persecutores, estos volvían a la búsqueda, siempre acortando distancias.

        »Satanás no hace nada por ayudarme. Hasta el maldito de Märel ha sido de más ayuda.

        Molesta, dejó el cuidado a un lado. Confiaba en que no sería demasiado problema encargarse de un par de hombres, la fuerza limitada por el cuerpo humano todavía le bastaba para defenderse sin salir con heridas de gravedad.

        «Ya casi le alcanzamos, muchachos», volvían a decir.

        Canturreaba el nombre del monarca para hacer a un lado la sensación de que caminaba en círculos durante horas. Había perdido la cuenta de los minutos atrapada en el palacio, pero no podía irse sin el contrato de Avaricia resuelto.

        Apretó el paso cuando volvió a escuchar las voces acercarse y se adentró en la primera recámara abierta que encontró. Estaba adornada con lujosos muebles recubiertos de terciopelo y telas finas y en el centro del espacio, una costosa alfombra con un patrón rojizo y dorado descansaba en el suelo, a los pies de la cama matrimonial en la que un hombre yacía recostado de manera que desde su lugar, solo se le veían los talones y un poco de las piernas. Asustada, se escondió tras las puertas del armario, dejando que cientos de trajes que caían hasta el suelo la escondieran.

        «Solo debo esperar a que no se les ocurra revisar acá».

        Se reprendió a sí misma por temer a unos simples mortales, aunque tenía razón en hacerlo. Conocía de las armas humanas que serían capaces de dañarla.

        Pestañeó para adaptarse a la oscuridad y de nuevo, las voces de varios hombres se hicieron presentes en la habitación. Una de ellas ordenaba con tono enfadado al resto de personas a revisar cada lugar del castillo a la caza de algo que apostaba, era ella.

        —Bogo, ¿qué haces?, maldición —escuchó una voz juvenil—. Se supone que íbamos a buscar en el ala este, ¿por qué vienes a la central?

        —¿Qué demonios estás haciendo? —añadió otro. 

        —Lo mismo que tú, estúpido Castellar.

        Dalila le vio escupir a través de una rendija a quien parecía ser el tal Sabueso.

        »Y tú, ¿no que eras un grande en batalla y cacería?

        —Solo batalla que yo sepa, Sabueso —contestó con los dientes apretados, ¡tenía que entrometerse el perro del rey!—. Es más, ni siquiera debería estar acá, ¿no es cierto, Castellar? Apóyame o lo pagará el mayor de tus muchachos.

        —¿De verdad? —Afianzó el agarre sobre su arma—. ¿Te meterás con un chico de quince?

        —Sí tiene la edad para luchar y si su padre desobedece, ¡alguien tendrá que enseñarle a respetar!

        —Olvídalo.

        Bogo se encogió de hombros e intervino:

        —No lo escuches, Castellar, este imbécil habla más de lo que hace, es un cobarde, se oculta bajo la primera roca que encuentra hasta que acaba el combate.

        —Y aun así acudieron a mí, que disfrutaba del retiro.

        Carlos, molesto, cortó la conversación.

        —Arreglen sus malditos problemas en otro lado o despídanse de trabajar para el palacio.

        Bogo sacudió los morenos brazos y asintió con aire respetuoso. Dalila, todavía oculta, supuso que aquel era el tal Carlos que tanto problema le estaba dado.

        —Sí, mi señor —dio una rápida reverencia. Los otros dos enmudecieron al igual que el Sabueso—. Veníamos a advertirle que tuviera cuidado, una de las criadas levantó la alarma, creemos que hay un intruso en el castillo.

        —¿Qué le sucedió a mis cosas? —exigió saber.

        El soldado retirado alzó la voz:

        —Sus pertenencias están donde deben estar, su excelencia. No debe preocuparse, nosotros nos encargamos. —Vio de soslayo a Bogo—. Unos más que otros.




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