Pecadora [la entrada al paraíso]

VEINTIDÓS

† VEINTIDÓS †

—TENTACIÓN—

 

 

 

Tres días para la llegada, tarde.

—Despierta ya, colega. El sol de los hombres comienza a ascender y es hora de irnos antes de que se repita lo de ayer.

        Haamiah abrió los ojos mientras los restos del sueño se disipaban y Miguel le pasó una mano hasta sujetar el codo para ayudarlo a levantar. Tras ellos descansaba sobre un árbol de buen tamaño una carreta de aspecto antiguo como las que tenían los virtudes para decorar sus propias instalaciones. De alguna manera, Miguel se las había apañado para conseguir que un burrito tirara de ella. Dentro, estaban la lona junto a las espadas y el libro de Jeliel.

        —¿A dónde iremos ahora? —preguntó.

        —Los frascos que Mamá nos iba a entregar, ¿los destruiste todos?

        —Sí.

        De repente, Miguel pareció envejecer cientos de años. Soltó el aire por la boca antes de hablar.

        —¿Y el que ella nos había dado? —Apretó los labios, conteniéndose.                                         

        —Los que no destruí yo, se rompieron durante la pelea con los Naderu. Es mejor así, Miguel, podrían ser peligrosos.

        —¡Necesitábamos la sangre para entrar al averno!

        El dominación hinchó el pecho y puso una mano sobre el hombro de su mentor. Algunas personas los veían de reojo al pasar.

        —¡Silencio! —chistó—. ¿Y luego qué? ¿No poder salir nunca, en el mejor de los casos?  Todo saldrá bien, encontraremos la manera de quitarle la Hermana a Satanás.

        Miguel desvió la mirada al cabo después de varios segundos. Todavía se sentía adolorido, pero las heridas no eran fatales y muchas comenzaban a sanar con lentitud. En cuanto estuviera en su hogar se recuperaría pronto. Escuchó una campana a lo lejos que parecía provenir de una capilla distante.

        —Bien, tienes razón —aceptó sin estar totalmente seguro; creía que había una esperanza para su pueblo en el plan que Jeliel ideó tiempo atrás; si el Infierno tenía una, ¿por qué ellos no?—. ¿No quedó nada?

        —Era eso o tu vida —replicó—. Y te escogí a ti.

        La doceava campanada bramó estruendosa como siempre y Miguel advirtió que la mañana ya estaba terminando para darle entrada a la tarde. ¿Cuánto habían dormido?

        Al rato ya se encontraban otra vez en el camino de vuelta; Haamiah cargaba con la espada que le pertenecía, mientras que su mentor avanzaba con la carreta en espera de encontrar esos portales regados por la ciudad para volver a casa.

        —A todo esto… —quebró el silencio con un susurro. Aún le parecía impresionante cómo los hombres vivían en aquel paraíso deformado por los enormes edificios y el humo que se amoldaba a todo lugar hasta tragarlo por completo—. ¿Cómo se supone que vamos a hacer si queremos regresar?

        Miguel entornó los ojos y simuló una sonrisa tranquilizadora a pesar de que tenía tensos los músculos.

        —Hallaremos la manera; los serafines nos ayudarán, confía en mí. Ellos saben que estamos en este lugar, por lo que no tardarán en deducir que les necesitamos.

        —¿Y si no?

        Prefería no saber.

        Al rato, Miguel volvió a hablar.

        —Iremos a algún punto alto que servirá para enviar algún mensaje a nuestros compañeros. Ellos nos ayudarán a subir.

        —¿Y cómo recuperaremos las alas?

        —Nos las deben de otorgar, si es que seguimos ajenos al pecado. De lo contrario, ya sabes lo que nos esperaría.

        Se dedicó a observar la gran ciudad. A través de los pocos árboles vislumbraba enormes casas del tamaño de los campos de entrenamiento. Viéndola de cerca reconocía el potencial a su alrededor, lleno de preciosos lugares y abarrotado de rostros alegres.

        —¿Qué piensas? —dijo Miguel desde adelante.

        —Me pregunto para qué quería Mamá tu sangre —confesó—. Tal vez sea para aumentar su colección o alguno de sus rituales.

        »Puede que la necesitara para algo —continuó con la voz más sombría por el recuerdo de Miguel en el charco de sangre. A pesar de que los ángeles tenían una recuperación más rápida, y que el daño de Mamá no fue tan grave pues era humana, era extraño—. El Juez tiene algo que ver. 

        Vio de soslayo a Miguel, que rengueaba al caminar.

        —Mejor, aunque me siento bastante débil.

        Siguió los pasos de su mentor, unos metros al frente.

        —Perdiste mucha sangre —dijo un par de minutos después con la cabeza gacha y la mirada sobre las ruedas delanteras de la carreta—. Creí que te había perdido.

        Miguel dejó salir el aire por la boca mientras recorría con la mano la madera del vehículo. También temió perderlo allá, donde Mamá Médium por el humo que los había paralizado y las espadas en su poder.




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