Decírle a una mujer que es hermosa es como entregarle una medalla... y encadenarla al mismo tiempo.
Parece un regalo. Un privilegio. Un pasaporte a la vida fácil. Pero en realidad, es una prisión de espejos, donde cada reflejo te recuerda que no eres lo que ves. Ni lo que sientes. Ni siquiera lo que piensas.
A veces me pregunto si la gente entiende lo que significa ser percibida como bella. No hablo de sentirse bonita. Hablo de ser vista así . Como un objeto. Como una promesa. Como un símbolo. Como algo que todos creen conocer sin haber preguntado jamás.
Las personas bellas son juzgadas antes de hablar. Les atribuyen inteligencia o ignorancia según cómo se mueven. Si triunfan, se dice que fue su cara. Si fallan, se culpa a su vanidad. Nunca a su esfuerzo. Nunca a su dolor.
Y luego está la soledad.
Porque ¿cómo saber si alguien te quiere por quién eres, si siempre te han querido por cómo te ves?
Hay quienes lloran porque nadie las mira. Y hay otras que lloran porque nadie deja de hacerlo .
Belleza también es presión. Presión para mantener la ilusión. Para no envejecer. Para no equivocarse. Para no cambiar. Para no parecer humana.
Y cuando eso se rompe —por estrés, por enfermedad, por el paso del tiempo—, no es solo una pérdida de juventud. Es una caída del altar. Un recordatorio brutal de que no eras diosa. Solo carne bendecida... y maldita.
Pero lo peor de todo no es eso.
Lo peor es que, a veces, ser bella no solo atrae miradas. Atrae peligro.
Porque hay hombres que confunden el deseo con el derecho. Que ven tu rostro como una invitación. Que piensan que tu cuerpo les pertenece.
Y hay otros que ni siquiera necesitan tocarte. Solo quiero borrar lo que no pueden tener. Convierte la perfección en silencio. Transformar la belleza en muerte.
Por eso, en este pueblo, empezaron a morir mujeres hermosas.