Peligro por ser bonita.

Capítulo 4: El último adiós.

El cuerpo estaba frío. No tanto como debería, pero casi. La piel ya empezaba a tomar ese tono azulado que me gusta, esa apariencia de quietud absoluta, como si hubiera decidido dejar de respirar solo para no molestar.

La llamaban "la más hermosa del pueblo". Otra vez. Como si eso fuera algo que se votara. Como si la belleza tuviera un ranking o pudiera comprarse en oferta. Pero sí, era bonita. Bastante. Lo suficiente como para que yo sintiera ese pinchazo en el pecho. El mismo de siempre. El mismo que sentí cuando vi a Rosarito por primera vez.

Rosarito. Incluso ahora, di tu nombre en mi cabeza duele. Como morder un hueso.

Yo tenía nueve años cuando mi padre la trajo a la funeraria. Era una niña pálida, envuelta en una sábana blanca, como si hubieran querido disfrazar la muerte de pureza. Tenía los labios morados y las manos cruzadas sobre el pecho, como en esas imágenes de santas que colgaban en la pared de atrás. Le tomé una foto y la puse en la pared. Me quedé mirándola horas. Días. Mi padre me dejaba entrar después de cerrar. Decía que era bueno para mí. Que había que conocer la muerte desde pequeño. Que así no le tendría miedo. Que algún día heredaría la funeraria y que la experiencia era lo más importante. Tal vez tenía razón o tal vez era muy pequeño para ese trabajo.

Pero volviendo a Rosarito no fue miedo lo que sentí. Fue atracción.

Rosarito nunca me habló. Ni viva ni muerta. Pero yo le contaba cosas. Le dije que me gustaban sus trenzas, aunque estaban deshechas. Le dije que ojalá se despertara, pero sabía que no debía hacerlo. Porque así, quieta, perfecta, sin respirar... era mejor.

Mi padre decía que estaba enfermo. Que necesitaba ayuda. Pero él no entendía. Nadie entiende. La muerte no es sucia. Es limpia. Es silencioso. Y las mujeres bellas, muertas, son lo más cerca que he estado del amor verdadero.

Ahora, aquí, con esta nueva mujer bajo mis manos, siento lo mismo. Casi. Porque ella no es Rosarito. Pero tiene el mismo cabello, largo y ondulado. El mismo color en la piel, antes de que se le escape el calor. Mientras le cierro los ojos con delicadeza, mientras le aplica el maquillaje que hará creer al mundo que solo duerme, pienso que tal vez ella también me quiso. Aunque no lo supiera. Aunque no pudiera.

Porque yo no las mato, pero la gente del pueblo sospeche de mí, pero el asesino es otro.

Y cada vez que las preparo, es como si Rosarito volviera a estar aquí, conmigo, en la sala fría de la funeraria, viendo cómo cuido de las otras como la cuidé a ella.

Como la sigo cuidando.

Porque ella sigue aquí. En cada una.




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