El comedor de Doña Mila era uno de esos lugares donde todo se decía sin decirse. Un espacio pequeño, lleno de humedad y olores de sopa de res, donde las paredes escuchaban tanto como los clientes.
Era jueves, cerca del mediodía. El sol apenas se colaba entre las persianas rotas. Solo había tres personas sentadas: doña Juana , maestra retirada; el viejo Santi , dueño de la ferretería; y Tere , la empleada doméstica de don Armando.
—Yo no digo que sea él —dijo doña Juana, quitando la sopa con lentitud—. Pero tampoco digo que no.
—Y ¿por qué iba a ser él? —replicó Tere, firme, aunque sin mirarla—. Don Armando ha hecho mucho por este pueblo. Donó el techo de la escuela. Pagó las medicinas de los niños cuando el hospital quedó sin fondos.
—Eso no quita que haya cosas raras en su casa —murmuró Santi—. Cosas que pasan de noche. Cosas que huelen raro.
—Cosas como qué? —preguntó Juana, levantando la cuchara.
—Como si alguien estuviera ahí... y no debía estarlo.
—No empiezas con eso otra vez —interrumpió Tere—. Don Armando es un hombre solitario, no un asesino. Además, ¿tú lo has visto hacer algo malo?
—Nadie ve hacer nada a un asesino hasta que ya es demasiado tarde —contestó Juana.
—Lo que pasa —dijo Santi, bajando la voz—, es que nos da miedo aceptar que podría ser uno de los nuestros. Mejor culpan a los mareros. A los forasteros. A cualquiera menos a quien no queremos perder.
—Pero si fuera uno de los nuestros... —Juana hizo una pausa— ...eso significaría que viviríamos al lado de un monstruo. Y eso sí que da más miedo que cualquier pandillero.
—Mira, yo trabajo para don Armando desde hace diez años —dijo Tere—. Nunca me ha tocado un pelo. Siempre me paga puntual. No habla mucho, sí, pero eso no es crimen.
—No, claro que no —dijo Juana—. Pero cinco mujeres muertas, todas bellas, todas llevadas a la funeraria por él... Es mucha casualidad, ¿no crees?
—Él solo hace su trabajo —respondió Tere, tensa—. Lo mismo que hacen otros funerarios. Las limpias. Las viste. Les da paz.
—Sí —dijo Santi—. Pero a veces parece que les da algo más que eso.
Un silencio cayó sobre el comedor como una manta mojada. Ni siquiera el sonido de las cucharas rompió el aire pesado.
—A mí —dijo Juana al fin—, me da más miedo pensar que todos ustedes ya saben quién es. Y que igual siguen comiendo su comida, usando sus caminos, rezando bajo su techo.
—¿Y qué quieres que hagamos? —preguntó Tere—. ¿Ir contra él? ¿Quién nos protegerá entonces?
—Protección —repitió Juana—. Esa palabra tan cómoda.
Fuera, el viento movió una hoja seca contra el cristal. Nadie la vio caer.