Era la una y veinte de la mañana cuando Elena se deslizó por la puerta lateral de la funeraria.
No había sido difícil. Don Armando tenía confianza, o tal vez arrogancia. Las cerraduras eran antiguas, de hierro oxidado, y la llave falsificada había funcionado a la primera. No era la primera vez que usaba una.
Dentro olía a cera, madera podrida y algo más... algo dulce, casi medicinal. Como si el aire también estuviera muerto.
Cerró la puerta tras de sí y encendió la pequeña linterna que llevaba en el bolsillo. No quería luz visible desde la calle. Ni sonidos. Ni errores.
Había estado allí antes, como periodista. Pero nunca sola. Nunca de noche.
Fue directo al despacho. Lo conocía bien: un cuarto pequeño con cortinas gruesas, un escritorio de caoba y un archivador metálico con dos cerraduras. La primera la abrió con la misma llave falsa. La segunda no estaba cerrada.
Abrió el cajón superior.
Archivos de defunción. Fotografías pálidas. Nombres. Fechas. Causas de muerte. Todo ordenado con una precisión enfermiza.
Pero entre los documentos, encontró algo que no debería estar allí.
Una carpeta negra sin etiqueta. Adentro, varias fotos tamaño carné de mujeres. Todas jóvenes. Todas hermosas. Algunas las reconoció de artículos que ella misma había escrito. Otras no aparecían en ningún registro oficial.
Y luego, en la última página, una foto que le heló la sangre.
Rosarito.
No era una foto reciente. Tenía más de quince años. Pero era inconfundible. Una niña, con trenzas, vestido blanco. Y debajo de la foto, una anotación escrita a mano, con letra precisa:
"Primera. Perfecta. Mía."
Sintió un escalofrío. No de miedo, sino de certeza.
Este no era un hombre que simplemente trabajaba con los muertos. Este era alguien que los amaba demasiado. Que los buscaba. Que los elegía.
Siguió revisando. Había un cuaderno de tapas duras. Lo abrió. Páginas llenas de frases cortas, obsesivas. Citas de poetas. Versos religiosos. Notas sobre detalles físicos: forma de los labios, color de los ojos, textura del cabello.
Algunas páginas mencionaban nombres. Otros solo decían "la de los lunes", "la del baile", "la del río".
Se quedó quieta.
Un ruido.
Detrás de la puerta.
Alguien respiraba.
Apagó la luz del cuaderno. Cerró el cajón. Guardó la carpeta negra bajo su chaqueta y retrocedió hacia la ventana del fondo. Estaba atornillada. Con cuidado, sacó un destornillador del bolso. Dos giros. Un crujido. Empujó.
Oyó pasos acercándose. Lentos. Seguros.
Saltó por la ventana y rodó sobre el pasto húmedo. Se levantó. Corrió.
Solo cuando llegó al auto, con las manos temblando, se permitió mirar atrás.
Nadie la había seguido. Por ahora.
Metió la carpeta en la guantera y arrancó el motor. No podía volver a casa. Tampoco podía publicar esto todavía. No sin más pruebas. No sin saber hasta dónde llegaba esta red de silencios.
Pero sabía una cosa:
Don Armando no solo mató a Rosarito.
La preparó para siempre.
Y ahora, Elena sabía cómo.