Peligro por ser bonita.

Capítulo 7: El Ayudante del Silencio.

El hombre llegó al atardecer, como si hubiera salido de las sombras mismas del pueblo.

Se llamaba Miguel , aunque nadie lo llamó así después de unos días. Decía venir de la funeraria de don Esteban , el único otro negocio del ramo en los alrededores. Un lugar más moderno, con mosaicos brillantes y música suave, como si la muerte tuviera que ser recibida con cortesía.

—Me envía don Esteban —dijo Miguel con voz plana, sin sonrisa—. Para aprender. Dice que ya no puede manejar tantos casos. Y que aquí se trabaja mejor.

Don Armando lo estudió durante largo rato antes de abrir la puerta. No era feo, ni joven, ni viejo. Solo estaba allí. Como un objeto que había adquirido forma humana.

—Puedes quedarte —dijo finalmente—. Mientras sepas tu lugar.

No hizo falta más.

Al principio, todo fue silencioso como siempre. Miguel aprendió rápido. Demasiado rápido. Ajustar los párpados. Cubrir moretones. Rellenar labios resecos. Era diestro con las manos, precisas, como si ya hubiera hecho esto antes. Don Armando lo observaba desde la distancia, mientras trabajaba en los hombres. Los cuerpos masculinos tenían menos misterio, menos gracia. Se los dejaba en manos de Miguel.

Pero las mujeres...

Esas las preparaba él mismo.

Era una costumbre tan antigua, tan natural, que no podía explicarla sin parecer ridículo. Las mujeres bonitas necesitaban cierto cuidado. Una delicadeza especial. Algo que no se enseñaba, sino que nacía dentro.

Miguel no preguntaba mucho. Eso también era raro.

Ni siquiera se inmutaba cuando el olor se hacía insoportable. Ni cuando el agua de los lavaderos se teñía de rosa. Ni siquiera parpadeaba al ver una cara sin vida por primera vez.

Un día, don Armando le preguntó:

—¿Nunca has sentido algo al tocar a los muertos?

Miguel lo miró como si fuera una pregunta absurda.

—Los muertos no sienten. ¿Por qué debería hacerlo yo?

La respuesta quedó flotando en el aire, espesa como humo.

Y entonces, poco a poco, don Armando empezó a notar cosas.

Que Miguel se quedaba más tiempo del necesario en el cuarto frío.

Que revisaba cajones sin pedir permiso.

Que sus manos, antes seguras, ahora temblaban ligeramente al coser una boca cerrada.

Una noche, don Armando despertó sobresaltado. Había un sonido. Un roce. Como de tela sobre mármol. Bajó sigilosamente y vio a Miguel en el depósito, con una lámpara de mano. Junto a uno de los ataúdes recién cerrados.

El cuerpo de una mujer.

Miguel tenía los ojos abiertos, fijos. Como si escuchara algo. O alguien.

Don Armando retrocedió sin hacer ruido.

Al día siguiente, Miguel actuó normal. Trabajó en tres cadáveres. Lavó las mesas. Hasta canturreó una melodía desconocida.

Pero don Armando ya sabía.

Alguien lo había mandado no solo a aprender.

Sino a ver.

A juzgar.

A confirmar lo que todos sospechaban, pero nadie quería decir.

Y tal vez, pensó don Armando, esa era la razón por la cual había permitido que viniera.

Tal vez era hora de que alguien supiera.

No por denunciarlo.

Sino por entenderlo.

Porque en el fondo, ¿acaso no era eso lo que todos buscaban?

Un testigo.

Alguien que viera cómo se amaba a los muertos.




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