A Lina no le gustaba ese trabajo desde el principio. Ni siquiera le gustaba cómo sonaba.
—Preparador de muertos —había dicho ella la primera vez que Miguel se lo contó—. Suena como si fueras parte de una película de terror.
Él se había reído. Le acarició la mejilla y le dijo:
—Es solo maquillaje, amor. Como el que tú usas todos los días. Solo que para alguien que ya no puede hacerlo sola.
Pero no era lo mismo. No podía serlo.
Lina no entendía cómo alguien podía tocar un cuerpo sin vida y luego besarla como si nada. ¿Cómo podía lavarse eso del tacto? ¿Cómo desaparecía el recuerdo de lo que había sentido entre los dedos?
Cuando supo que Miguel se mudaba a trabajar con don Armando, pensó que sería peor. Había oído cosas sobre ese hombre. Cosas vagas, rumores que nunca se confirmaban pero que nadie olvidaba. Pero Miguel insistió:
—Es mejor paga. Más horas. Y es solo por un tiempo.
—¿Y qué hay de lo que toca? —preguntó Lina, aunque ya sabía la respuesta.
—Toco muchas cosas —dijo él—. Algunas te gustan más que otras.
Esa noche hicieron el amor, y ella cerró los ojos todo el tiempo. No quería ver sus manos. No quería pensar en lo que habían hecho antes.
Con el tiempo, Lina fue aceptando el dinero. El depósito mensual en la cuenta compartida, la lista de materiales para la casa que iba creciendo poco a poco. El plan era claro: dos años trabajando allí, ahorrar lo suficiente, y después abrir una ferretería juntos. O una tienda de artículos para el hogar. Algo limpio. Algo normal.
Pero algo cambió cuando empezó a trabajar en la funeraria de don Armando.
No fue algo grande al principio. Fue una mirada. Una pausa demasiado larga. Un gesto que no reconoció en él.
Una noche, mientras cenaban, notó que Miguel tenía una mancha en la manga. Pequeña. Oscura. Sangre, quizás. O tal vez solo tinta.
—¿Qué haces con los cuerpos, exactamente? —preguntó, intentando sonar casual.
Él dejó de comer.
—Cosas técnicas. Lavado. Maquillaje. Ajustes menores.
—¿Y con las mujeres?
La pregunta salió antes de que pudiera detenerla.
Miguel levantó la vista. Sonrió. Pero no con los ojos.
—Lo mismo que con los hombres.
Ella no le creyó.
Hubo otros detalles. Cosquillas en la nuca cada vez que lo veía salir de la funeraria. La forma en que regresaba oliendo a algo dulce y químico. Cómo algunas noches no quería hablar. Otras, no quería callarse.
Un día, Lina lo siguió.
No muy lejos. Solo hasta el cementerio. Lo vio entrar al depósito de don Armando y no salir en casi una hora.
Cuando volvió a casa, estaba distinto. Más tranquilo. Más seguro. Como si hubiera cruzado un umbral del que no podía volver.
—¿Por qué lo haces? —le preguntó ella esa noche.
Él la miró largo rato.
—Por nosotros —dijo—. Por la casa. Por el futuro.
Pero Lina ya no estaba segura de qué futuro era ese.
Solo sabía que, por primera vez, tenía miedo de dormir junto a él. Poco a poco Lina desarrolla más miedo.