Conversación entre don Armando y Miguel.
Sucedió un viernes por la noche, después de terminar con tres cuerpos. Uno de ellos, una mujer cuarentona. Miguel no dejaba de mirarla.
—Tuviste miedo la primera vez? —preguntó sin mirarlo.
Mi padre me llevó a la funeraria cuando tenía siete años. No era domingo. Ni día de duelo. Era solo un jueves cualquiera, pero para mí fue el comienzo de todo.
Había un cuerpo en la mesa. Una mujer mayor, arrugada como papel mojado. Con las manos cruzadas sobre el pecho, como si aún pudiera rezar. Mi padre tomó mis dedos y los guió hacia su brazo. Frío. Duro. Como tocar mármol caliente hace mucho tiempo.
—No tengas miedo —dijo.
Pero no había miedo.
Era algo más profundo. Más oscuro. Como si ese silencio tan absoluto fuera una especie de lenguaje. Y yo lo entendiera.
Recuerdo haber pensado que estaba más viva en la muerte que muchas personas vivas. Que ya no tendría que fingir sonrisas ni ocultar lágrimas. Que había encontrado la paz que nadie le dio en vida.
Desde entonces, siempre he creído que los muertos están más cerca de la verdad que los vivos.
Y yo... yo solo soy quien los ayuda a descansar bien.
Le tocó el turno a Miguel de contar su primera vez:
Yo tenía dieciséis cuando mi tío me llevó al depósito. Me dijo que era un favor. Que necesitaba un par de manos extra. Que si aguantaba una semana, me pagaría bien.
La primera vez que tocó un cadáver, vomitó en el baño durante media hora.
Fue un hombre joven. Un accidente de carro. Cara destrozada. El olor... no es algo que se olvide. Sangre, yeso, algo dulzón debajo. Como fruta podrida.
Mi tío me dio una bofetada y me dijo que si quería dinero, tendría que aprender a tragar miedo.
Así que lo hice. Tragué. Y luego aprendí. A cerrar párpados, a coser bocas, a disimular heridas como si nunca hubieran existido.
Al principio lo hacía por necesidad. Ahora... no estoy seguro de por qué lo hago.
Pero sí sé esto: cada cuerpo que toco me recuerda que algún día estará yo también ahí. Y mientras tanto, puedo decidir cómo quiero que me vean.