La funeraria olía distinta ese día.
No era el hedor habitual de cera ni de productos químicos. Era algo más profundo. Más antiguo. Como si el aire hubiera sido extraído de una tumba muy vieja y devuelto allí, cargado de memorias que nadie quería recordar.
Lina estaba sobre la mesa. Bajo la luz fría del techo, parecía dormida. Demasiado quieto. Demasiado pálida. Su cabello, una vez brillante, ahora colgaba como raíces muertas. Sus labios, siempre entreabiertos cuando reía, permanecían sellados en una línea recta.
Miguel no había descansado. Ni comido. Solo miró su cuerpo, repetidamente, como si pudiera encontrar en ella una explicación. Algo que le dijera por qué ella había salido a la calle. ¿Por qué justo ese camión? Por qué justo ese cruce.
Pero no había respuesta. Solo silencio.
Don Armando se ofreció a prepararla. Dijo que conocía el proceso mejor que nadie. Que la dejaría como una obra de arte. Pero Miguel nego con la cabeza.
—Es mi trabajo —dijo—. Es lo último que puedo hacer por ella.
El anciano ascendió. Sin sonreír. Sin juzgar. Como si entendiera algo que Miguel aún no podía ver y se fue de la sala.
El padre de Lina llegó poco después. Vestido de negro, con ojeras profundas y manos temblorosas. Quería estar presente. Decía que era su derecho. Su deber. Pero apenas vio el cuerpo, retrocedió como si quemara.
—No... no puedo —murmuró—. No es ella. No así.
Se fue llorando, murmurando algo sobre maldiciones y rumores. Sobre nombres que no debían pronunciarse.
Miguel no respondió. Se acercó lentamente a la mesa. Tomó una toalla limpia. Una esponja. Agua templada mezclada con alcohol y hierbas secas. Comenzó a lavarla.
Sus manos temblaban.
Primero el rostro. Luego el cuello. Los brazos. La piel de Lina estaba fría, pero no dura. No todavía. Aún conservaba cierta suavidad, como si parte de ella no hubiera aceptado irse del todo.
Fue al desnudarla cuando sintió algo que no esperaba.
Un escalofrío. Un lugar sutil. Casi imperceptible. Como si estuviera tocando a alguien que aún lo deseaba. Que aún lo escuchaba. Que aún lo necesitaba.
Se detuvo un segundo. Respir hondo. Trató de convencerse de que era imaginación. De que estaba cansado. Que el duelo jugaba trucos sucios con la mente.
Quiso detenerse. Debería haberlo hecho.
Pero siguió. Con los ojos nublados. Con el corazón acelerado. Lavó cada centímetro como si fuera una ceremonia. Una ofrenda. Algo prohibido.
Algo en ese acto no era solo respeto. Ni amor. Era otra cosa. Más oscuro. Más antigua.
Como si, incluso en la muerte, Lina lo hubiera elegido a él.
Y no quisiera irme de todo.
No era amor. Ni respeto. Ni dolor.
Era posesión.
Ahora er más entendible cómo se sentía don Armando.