La mujer se llamaba Liliana. No era bonita, ni siquiera valiente. Pero sí inteligente. Y tenía miedo. Un miedo real, visceral, del tipo que te hace aprender a disparar, a correr descalza sobre vidrio roto, o saber cómo defender tu vida antes de perderla.
Había oído los rumores. Ella no iba a ser la próxima.
Así que cuando los vio acercarse esa noche, bajo la luz amarilla de un poste roto, no huyó. Se quedó quieta. Con una navaja en el bolsillo. Con una botella de ácido en la mochila.
—No te resistas —dijo uno de ellos. El más alto con la máscara oscura. El que parecía hablar por los otros dos.
—Y si lo hago? —preguntó ella.
El segundo dio un paso adelante. Joven. Delgado. Como si fuera incapaz de hacer daño. Hasta que se desesperó.
—Entonces nos verás de cerca.
Liliana no esperaba más. Salió corriendo. Hacia el callejón. Hacia la oscuridad. Sabía que no podía ganar. Solo necesitaba sobrevivir lo suficiente como para que alguien escuchara sus gritos y se atreviera a verlos que no eran fantasmas. Ni leyendas urbanas.
Eran tres.
Y estaban ahí.
Uno de ellos la alcanzó. Le agarró el brazo. Ella clavó la navaja sin pensar. Lo sentió gritar. Sentir sangre. Caliente. Real.
Los otros retrocedieron. Miraron al herido y decidieron marcharse de inmediato antes que se desangrara por completo. Nunca esperaron eso.
—Te has equivocado de lado —le dijo el tercero, mientras se alejaban arrastrando al herido—. Esto no es violencia. Es ceremonia.
Y luego desaparecieron.
Como si nunca hubieran estado allí.
Ramírez llegó minutos después.
Clara temblaba. La navaja aún estaba en su mano.
—Tres —dijo ella apenas lo vio—. Eran tres. Y no querían lastimarme. Quería... matarme. De forma limpia.
Ramírez no respondió la calmó y se la llevó.
La noticia corrió rápido. Demasiado rápido. Las mujeres del pueblo se reunieron en casa de Doña Milá. Hablaban de armas, de defensa, de alertas. Pero también de algo nuevo.
Miedo renovado.
Porque ahora sabían: no era solo uno. Era una ceremonia. Una tradición.
Y no buscaban violencia. Buscaban belleza o pureza, no lo tenían claro del todo. pero si muertes limpias. Como ofrendas.
Ramírez fue directo a la funeraria, después de dejar a Liliana.
Don Armando estaba allí, como siempre. Lavando manos. Tranquilo.
—Necesito ver tu cuerpo —dijo Ramírez.
—¿Perdón? —sonrió don Armando.
—Quítate la camisa. Ahora.
El viejo obedeció sin protestar. Su pecho estaba limpio. Sin cicatrices recientes. Sin heridas. Sin tatuajes.
Solo piel vieja. Y quietud.
—No fuiste tú —dijo Ramírez.
—¿Y eso te sorprende?
—Me preocupa —respondió—. Porque si no fuiste tú, entonces hay alguien más. Alguien que sabe lo mismo que tú. Que entiende a los muertos... como tú.
Don Armando lo miró largo rato. Luego negó con la cabeza.
—No —dijo—. No como yo. Ellos no aman a los muertos. Los usan. Para algo más antiguo.
—¿Para qué?
El viejo cerró los ojos. Respiró hondo.
—Para recordarles al mundo que la belleza no debe corromperse. Ni por la vida...ni por la muerte.
Fuera, en la calle, sonó una sirena. Luego otra.
Ramírez salió sin despedirse.
Ya no perseguía a un hombre.
Ahora buscaba una creencia.
Una que mata silenciosamente.
Y que no sabe de donde viene y cuánto tiene de estar ahí.