Peligro por ser bonita.

Capítulo 16: Las Fiestas Oscuras.

Primer día

El sol salió como si no quisiera hacerlo. Pálido. Indeciso. Como si ya supiera lo que iba a pasar.

El pueblo se movía desde temprano. No por alegría. Ni por celebración. Sino por necesidad. Por instinto. El herido estaba ahí, en alguna parte. Sangrando. Huyendo. Tal vez muriendo.

Liliana e Isela habían contado lo mismo tantas veces que sus palabras empezaban a sonar huecas. Tres hombres. Rostros cubiertos. Voz baja. Manos limpias. Como si nunca hubieran tocado nada sucio. Ni siquiera la muerte.

—Vinieron en tiempo de fiesta —dijo Liliana—. En los días de baile. De música alta. De cuerpos cerca. Siempre vengo entonces.

Ramírez escuchó sin interrumpir. Sabía que hay verdades que no se dicen con nombres ni fechas. Se sienten. Se intuyen. Se repiten.

Y algo en esa frase le hizo recordar cosas antiguas. Cosas que había oído de niño. De cómo ciertos machos solo caminan cuando el mundo festeja. Cómo aprovechar la distracción para colarse entre los vivos.

Buscó en todos los lados. En las calles vacías. En los bares cerrados. En las casas donde nadie respondía al llamado. Pero no encontré nada. Ni rastro. Ni sangre. Ni sombra.

Solo dos opciones:

Ir al pueblo vecino. O adentrarse en la montaña.

Notificó a la policía local. Les pedí prudencia. Paciencia. Silencio.

Pero ya sabía que eso no bastaría.

Porque no buscaban a hombres comunes. Buscaban a quienes vienen y van como el viento. Que solo aparecen cuando hay danza, fuego y belleza. Como si todo crimen fuera también una ceremonia.

Segundo día

Los familiares de las víctimas se reúnen antes del amanecer. No hicieron discursos. Ni promesas. Solo se miraron. Y entendieron.

Subieron a la montaña. Algunos llevaban armas. Otros, recuerdos. Otros, solo odio. Un odioso limpio. Frío. Como el que nace del dolor callado.

Cuando los encontraron, los tres estaban tranquilos. Sin huir. Sin gritar. Solo esperando. Como si ya hubieran vivido esto antes. O tal vez, como si alguien los hubiera elegido para morir así.

Eran forasteros. Nadie los conocía. Ni en el presente. Ni en el pasado. Ni siquiera en los rumores.

Les dispararon. Les golpearon. Les aprendieron fuego.

No fue justicia. Ni castigo. Fue cierre. Una forma de decirle al mundo: "esto se termina aquí".

Cuando Ramírez llegó, ya no quedaba nada. Ni rostros. Ni nombres. Ni preguntas.

Solo cenizas.

Negras. Calientes. Mudas.

Miró hacia arriba. El humo subía recto, como una oración que no quería ser escuchada.

— ¿Quiénes eran? —preguntó, más para sí mismo que para los demás.

Un hombre mayor, con cicatrices en la cara, respondió:

—No eran de aquí. Venían en los días de fiesta. Como parte de algo más grande. Más viejo.

Ramírez no dijo nada. Se dio la vuelta. Camino hacia el pueblo.

Pensó en don Armando. En Miguel. En Elena. En Lina. En Clara.

En cuantas verdades habían sido quemadas junto con esos cadáveres.

Y en cuantas seguirían ocultas como las de don Armando.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.