La luz de la mañana hizo un roce con mis párpados, haciendo que se abrieran lentamente para admirar el bello naranja que me obsequiaba el alba de la mañana. Los cánticos de los pájaros resaltaban en el bosque. Me levanté y sacudí mi barba llena de la nieve que caía. Tomé un pequeño respiro para poder asimilar la paz que me rodeaba y ajusté las vendas de mis brazos.
Al instante, tomé las cenizas de ella, las cuales dejé a mi lado, y antes de amarrarlas nuevamente en mi cintura, admiré un rato la bolsa que las resguardaba mientras su recuerdo se hacía presente: su negro cabello, sus suaves manos y su bello y moreno rostro.
Me tragué mis lágrimas y me centré en mi objetivo, en su último deseo. Levanté mi mirada para ver el largo camino que me esperaba: el pico de una montaña que aún no alcanzaba a ver.
Me puse mi capa de piel de oso para el frío y tomé mi hacha con desdén, puse mi arco sobre uno de mis hombros y caminé. Avancé por un par de minutos y el hambre hacía presencia.
Los ciervos pasaban deslumbrando el paisaje con su galope mientras los observaba desde la distancia.
—Espero que no vuelvas —le susurré a mi hacha.
Y con fuerza e ira la lancé hacia ellos. Los animales corrieron inmediatamente, pero ella, cuando tiene un objetivo, no lo abandona. Hizo un giro en el aire rápidamente para terminar impactando en el vientre de uno de ellos. Inmediatamente volvió y extendí mi brazo para recibirla.
Caminé hacia mi presa, la corté y llevé la carne que necesitaba. La volví a lanzar para que bajara algunas ramas de los árboles y hacer una pequeña fogata. Cociné la carne y empecé a comer.
Ella volvía a hacer presencia: Calíope, nombre que tenía tatuado en mi pecho, exactamente donde se encontraba mi corazón. Era injusto que ella ya no estuviese; la muerte no tenía ningún derecho en presentarse en mi hogar aquel día, el mismo que encendió en fuego transformando todo, incluyéndola a ella, en ceniza.
—Llévame a la luz —fue lo último que dijo antes de que se quemara por completo. Ese maldito demonio me lo arrebató todo, dejando su arma clavada en su pecho.
—¡FUE TU CULPA! —grité mientras lancé el hacha lo más lejos que pude, pero la desgraciada, antes de tocar el suelo, ya venía de regreso.
Terminé de comer, limpié mis lágrimas, me levanté y continué.
El camino era largo, su última petición fue esparcir sus cenizas en el punto más alto de nuestro mundo, atravesando cada uno de los reinos que lo rodean. Por más que suene difícil, ella merece descansar tal cual como lo deseo, para que así pueda hallar su paz.
El día ya se iba apagando y la noche se estaba apoderando de todo el paisaje, y mientras todo se oscurecía, Calíope regresaba a mi cabeza, la aurora que representaban sus ojos y su melodiosa voz, que rescató a un alma miserable encadenada a una melancolía eterna.
La nieve caía de manera intensa y desde las sombras se oían los murmullos de los demonios, acechándome y saboreando mi olor. Tomé mi desgraciada hacha, preparándome para la emboscada. Desde la oscuridad uno de ellos salió, intentando clavar sus garras en mi piel, alcanzando a rozar uno de mis hombros, y lancé mi arma ante él, clavándola en su pecho, haciendo salir su negra sangre. El hacha volvió hacia mí, desapegándose de ese alargado cuerpo. Se lanzó hacia mí, haciendo salir sus negros y afilados dientes, pero antes de que los clavara en mi rostro, lo empalé, atravesando su cabeza con la hoja de mi despreciable arma.
Empujé su cuerpo hacia el suelo con desdén. No era el único monstruo que me seguía, así que no había terminado. Otro salió del aire, alcé el hacha y lo corté a la mitad, bañándome en su sucia sangre. De la nada una flecha salió de la espesa bruma, impactando en mi brazo izquierdo. Otra venía rápidamente a mi otro brazo, pero la destrocé con el arma y la lancé hacia mi atacante. Se escuchó cómo el arma impactó, ella regresó rápidamente y consigo trajo la cabeza de dicho muerto. El último quiso sorprenderme atacándome desde mis espaldas. Giré rápidamente y mi puño atravesó su mandíbula, haciéndola separarse de su cráneo.
La noche acababa de comenzar, las flechas empezaban a llover, así que corrí lo más rápido que pude, me escudé en el tronco de un viejo árbol, tomé mi arco y flechas y disparé. Era otro de ellos, intentando sacar la flecha de su pecho. Me acerqué, tomé la flecha que lancé y lo decapité.
Desde los arbustos otra asquerosidad salía y rápidamente atravesé su torso con el hacha. Este cayó arrodillando ante mí, soltó un grito desgarrador mientras se dio vuelta y se arrastró para intentar huir.
—No mereces clemencia —dije. Di tres pasos, llamé a esa sucia arma de vuelta y con mis propias manos arranqué su cabeza, haciendo que su espina dorsal saliera con ella.
Estaba algo agitado y los ataques no paraban. Venían lanzas de todos lados hacia mí. Corrí lo más rápido que pude, hasta que llegué a un pequeño páramo. La luz de la luna iluminaba todo el lugar, mis piernas no podían más. Arranqué la flecha que había en mi hombro.
—Este parece ser un buen lugar para pasar la noche —susurré.
Me tiré sobre el suelo y tomé algunas hojas de los arbustos como mis cobijas. Todo parecía en paz, ya que el silencio era lo único destacable allí. Tomé las cenizas y las puse a mi lado, a nivel de mis ojos, admirando las telas de la bolsa y recordando la bella presencia de mi preciosa esposa.
Recuerdo con amor sus poemas, los cuales en cada página reflejaban el amor que sentía hacia mí. También recuerdo con cariño las suaves melodías que realizaba con su flauta. Adoraba escuchar los roces de la pluma con el papel. Era una artista, una amante perfecta. ¿Qué me hizo merecedor de la dicha de su compañía? Me preguntaba con cada abrazo y beso en la frente que me ofrecía. Me hacía blando, vulnerable ante su presencia. Recordarla hace que mis lágrimas no se quieran ocultar y que salgan suavemente por mis ojos. Su muerte fue injusta y solamente quiero honrar sus últimas palabras y poder ofrecerle la luz que tanto necesitaba.