El frío aumentó al cruzar y mis huesos se congelaron completamente. Una oscura penumbra rodea todo a mi alrededor y, al dar un par de pasos más, el camino a mis espaldas ya no se podía ver. La luz de la luna era más débil y todo estaba impregnado de un hedor a muerte. De repente, una sombra saltó desde la bruma, rasguñando uno de mis brazos; rápidamente le lancé a Pandora, decapitando a dicho monstruo. Este era distinto, más oscuro de lo habitual.
Otra sombra se hizo presente frente a mis ojos, sacó sus garras y se dispuso a matarme. Llamé a Pandora, pero la desgraciada no volvió, se quedó clavada en un árbol a la distancia. El espectro se abalanzó y comenzó a rasguñar mi rostro. Puse mis manos sobre su boca y, haciendo fuerza, pude romper su mandíbula. Este no se rendía, ni siquiera gritó de dolor; finalmente, le arranqué la mandíbula por completo y la clavé en su pecho. Cayó inerte al suelo.
—¿Por qué no había regresado? —me preguntaba rápidamente—. ¿Me liberé de ella? —y en ese momento me volvió a atormentar el recuerdo: sus ojos, su rostro... iba a dejarla atrás.
—¿Puedes continuar sin ella? —su voz, susurrándome como si estuviese a centímetros de mis oídos.
—La necesitas, Orfeo... ¿o acaso quieres morir sin cumplir mi voluntad? —dijo, y al instante giré y la volví a ver, a ese fantasma con pupilas blancas. Mientras una de mis lágrimas caía a la negra nieve, Calíope desapareció.
Seguí su orden y caminé hacia Pandora, la tomé y vi mi sucio rostro reflejado en su brillante hoja. La aseguré en mi espalda y proseguí con mi camino.
Todo estaba rodeado de susurros, de gritos y de profundos lamentos. Recuerdo que Calíope mencionó que en los límites de nuestro reino se encontraba la entrada al hogar de las almas en pena, llorando por no poder ascender o descender porque sus almas no fueron reclamadas en ninguna parte, ni siquiera para su tormento eterno. Seres olvidados que ni siquiera el mismo infierno se acordó de ellos.
—Por favor, no te vayas —me detuve, parecía ser una voz humana.
—Desátame, por favor —cayó agua en uno de mis hombros, y al mirar arriba era el llanto de un hombre encadenado en medio de dos árboles, suspendido en el cielo.
Daba pena ver a un hombre que parecía ahogarse en sus lágrimas.
—Sálvame, por favor —imploró con su débil voz.
Me di la vuelta. No pretendía perder mi tiempo en rescatar a un pobre diablo, pero su voz me detuvo.
—¿Lo dejarás morir? —dijo Calíope, y en la copa de uno de los árboles estaba ella, observándome.
Tomé la sucia hacha y la lancé a una de las cadenas, haciendo que él se balanceara y chocara con el tronco del otro árbol, quedando colgado en el aire. Pandora cayó a la nieve; la recogí de nuevo, porque se negaba a volver. La arrojé otra vez y él cayó al suelo.
Estaba inconsciente. Tomé a Calíope, cumplí su orden y le di la espalda a ese hombre.
—¿Lo dejarás ahí para que lo devoren? —Calíope reclamaba su salvación.
—¿Por qué te importa tanto? —susurré.
—Porque te enseñé a ser humano, Orfeo —respondió.
Suspiré, me acerqué a él y lo puse sobre mi hombro. A lo lejos se escuchaban los gruñidos de los lobos, por lo que tuve que acelerar el paso.
La oscuridad opacaba mi vista, haciendo más complejo el hecho de caminar. Sin embargo, luego de unos minutos todo parecía estar en completa paz. Lancé al reo de este reino sobre la nieve, y parece que dicho tacto tan helado lo despertó. Sus ojos estaban parcialmente abiertos, su mirada apagada y gris, sus labios resecos, su rostro tan pálido como el helado rocío que nos rodeaba y su aliento apenas perceptible.
—Gracias —dijo mientras una lágrima empezó a caer por una de sus mejillas.
No tenía tiempo para escuchar las palabras de un pobre diablo, así que tomé mi arma dispuesto a irme. Sin embargo, al dar un paso, ella retrocedió y, al girarme, vi cómo estaba al lado de ese hombre.
—Pandora… —se notó el miedo en sus palabras.
—¡NO, NO, NO, NO! —empezó a gritar sin control, levantándose de golpe del suelo y corriendo en dirección contraria. Justo donde se quedó el hacha, el espectro de Calíope apareció por un pequeño instante. Su expresión me pasmó, ya que, aparte de sus ojos vacíos, se formaba una sonrisa macabra en su rostro.
Quedé inmóvil. Pandora salió disparada hacia donde él corría, mientras una nueva lágrima se asomaba por mi mejilla. Calíope desapareció.
—Ve por mi arma —susurró en mi oído, sacándome del trance. Corrí. Mientras lo hacía, volví a escuchar sus gritos de terror y a lo lejos vi cómo Pandora lo golpeaba con su pomo en las piernas, haciéndolo caer. Extendí mi mano para llamarla. Se dio la vuelta, volando hacia mí, pero cuando el hombre se levantó para seguir huyendo, ella volvió a él, derribándolo de nuevo.
—¡NO TE ACERQUES, MALNACIDA! —gritaba una y otra vez.
Los demonios comenzaban a alertarse, así que debía actuar sin demora. Tomé a Pandora y lo golpeé con el pomo con tal fuerza que quedó inconsciente. Cuando se cruzó en mi cabeza el pensamiento de huir, los susurros de mi esposa regresaron.
—No lo dejes atrás —repetía sin cesar.
En pleno combate, una sombra saltó velozmente hacia mí, rasguñándome el brazo. Tomé mi arma y lo partí en dos con un golpe certero. Me giré de inmediato y otro de ellos se lanzaba hacia el hombre. Lo agarré de la pierna, arrastrándolo, y su cabeza impactó contra la mía. Alcé mi hacha desde mi vientre y la levanté con toda mi fuerza, incrustándola en su mandíbula y arrancándola en el acto. Sin embargo, esa criatura no se rendía. Solté el pie del hombre y, con esa misma mano, sujeté la cabeza del demonio y la separé violentamente de su cuerpo.
Se aproximaban muchos más, y esta vez el amanecer no me iba a salvar. Volví a cargar a ese tipo en mi hombro y comencé a huir. Los demonios no dejaban de perseguirme; podía sentir su respiración en mi nuca, y Calíope continuaba susurrándome al oído.