Eran las cinco de la mañana y me despertaba el estrepitoso sonido de las trompetas del general Ramírez. Mide 1,80, de pelo negro azabache, ojos azules agua marina, con ligeras arrugas verticales en sus mejillas y mirada sería.
Disfrutaba viendo nuestro disgusto al ser levantados de sopetón, a demás, tenía como costumbre gritar nuestros apellidos uno por uno en las mañanas, para que así, a ninguno le quedarán dudas de entrar a la ducha.
A este hombre, lo consideraba el ejemplo viviente de todo lo que es desagradable y de mal gusto. Comía regándose siempre un poco de sopa en los pantalones, y los restos de comida se los limpiaba con la manga de la camisa, y como cereza en el pastel, era incapaz de modular su tono de voz, sus conversaciones casi siempre se sentían como gritos o regaños.
Una vez despiertos, vamos a las duchas compartidas. Estas contaban con una baldoza de mármol blanca, que se sentía como un témpano de hielo al entrar en contacto con las plantas de los pies.
La higiene era dudosa, debido a que se veían oxidadas las regaderas y las perillas de las duchas estaban recubiertas por una capa gruesa de polvo.
Mal contados, éramos un poco más de cien hombres aglutinados en una cárcel de máxima seguridad.
El espacio era reducido, pero esto no impidió que nos desnudáramos y nos metiéramos en las duchas a como de lugar, esperando como el frío del agua, nos despertaba para un día cargado de castigos y labores extenuantes.
Ramírez nos esperaba en el patio principal de la cárcel, que constaba de una gran cancha pavimentada que quedaba en toda la salida de las duchas.
El general se estaba terminando de fumar un cigarrillo, cuando lo tira al piso y mientras lo apaga de un pisotón, grita con voz firme: "Todos ha formarse ahora mismo".
Ya encontrándonos todos los presos vestidos, salimos en menos de tres minutos al patio a formarnos en filas.
Hicimos una variedad de ejercicios: Trotar mientras cargabamos una enorme llanta en los brazos, flexiones de pecho, sentadillas, trotar, correr, saltar la cuerda y un largo etcétera que pensaba que nunca iba a terminar.
En toda esa jornada de ejercicios, solo se escuchaban los jadeos, transpiraciones y agitaciones de los presos, incluyéndome. No nos dejaban hablar entre nosotros, solo cuando era la hora de la comida y teníamos que conversar en voz baja.
En las celdas por lo general, los que tenían compañero de celda conversaban en ocasiones, pero siempre cuidando el volumen del tono de voz y siempre y cuando no estuvieran de guardia los vigilantes, que por lo general era dos veces al día, una a las tres de la tarde y la otra a la medianoche.
Terminada la rutina, vamos a los comedores a desayunar. No tenía nada de apetito y me ahorro la fila donde estaban sirviendo los mismos huevos escurridos, tostadas secas y café !Café! Cómo odioba el sabor rutinario del café.
Luego de unos veinte minutos que se sintieron como cinco, nos dirigen de nuevo al patio principal a reanudar labores.
A las ocho de la mañana nos hacían cargar varias docenas de ladrillos y organizarlos en varios segmentos que cubrieran el ancho y largo de la cancha, formando una especia de barricada pequeña que luego nos hacían deshacer por completo.
El peso de todos esos ladrillos se sumaba a uno de los mayores pesos con los que puede cargar un ser humano: El peso de la injusticia.
Mi vida dió un giro drástico... trabajaba como abogado durante cinco años para una firma importante de Bogotá, y luego preso en una cárcel clandestina, ¿Mi gran delito? Simple, ser idéntico físicamente a un criminal.
Estas facciones finas y delgadas, que acompañan una piel morena con una contextura musculosa, sin ignorar la barba prominente y los ojos tan azules como el mar, han sido las características y casualidades que me trajeron a una prisión estricta, militar y en medio del abandono.
¿Lo peor de todo? A ese delincuente nunca lo atraparon solamente lo captaron en una cámara de seguridad al salir de un supermercado tras realizar un hurto menor.
Dos mujeres víctimas de abuso sexual y personas que residían en un conjunto cerrado cerca del supermercado lo reconocieron, y algunos desafortunados citadinos víctimas de atraco con arma blanca, lo describieron con lujo de detalle ante las autoridades.
Los investigadores policiales procedieron a realizar la búsqueda con sus respectivas características físicas, y aquí termine culpado.
¿No hubo una peca, un lunar, una cicatriz o un tatuaje que logrará hacer la diferencia? Ni una sola. Era el espejo andante de ese prófugo de la justicia.
Estaba expectante, a qué alguna prueba de ADN me salvará, pero, un suceso desconcertante ocurrió. Ya no se sabía nada de las mujeres que fueron abusadas !Jodido completamente! Ninguna prueba concreta más allá de los testimonios de los atracos.
En resumen, la policía cerró la investigación, no se supo más de las mujeres desaparecidas, y como tal, su única satisfacción era el hecho de tenerme en la cárcel. Cárcel clandestina que operaba de manera ilegal en una zona rural de Cundinamarca, según escuché en una conversación de dos presos de una celda cercana.
Una de las mujeres desaparecidas se llamaba María Pérez, era la pareja sentimental del hijo de un senador del partido Conservador, por eso se habían tomado con tanta vehemencia castigarme de la forma más cruel e inhumana posible.
La cárcel estaba pensada para los delincuentes o hasta inocentes, que se hayan metido en el camino de importantes empresarios, políticos poderosos o de cualquier persona con gran influencia nacional o internacional.
Los militares y guardias recibían su buena tajada por ser unos miserables verdugos, en un centro penitenciario que operaba bajo los mantos lúgubres de la corrupción.
Los largos interrogatorios que me hacían, eran una auténtica tortura. Preguntas constantes sobre temas políticos y de la vida personal de María que no podía, ni sabía responder, y posterior a esto, golpes en la cara, correazos en el culo y latigazos en la espalda por el delito de "guardar silencio".