Me escondí detrás de mi cuaderno cuando lo vi entrar al salón, como si el papel pudiera protegerme de la tormenta que él provocaba en mi pecho. Damián siempre tenía esa forma de entrar, como si no supiera que era el centro de gravedad de todos los suspiros no dichos. Su sonrisa, casual y luminosa, encendía la habitación sin proponérselo.
Se acercó a sus amigos, riendo por algo que uno de ellos dijo. Y ahí estaba yo, mirando como siempre desde mi esquina, con ese dolor familiar atrapado en la garganta. Era una mezcla de deseo y resignación, una punzada que se instalaba en mis manos temblorosas cada vez que él aparecía.
Hoy no iba a hablarme. Yo tampoco iba a buscarlo. Lo había decidido mientras me arreglaba frente al espejo esa mañana, como si repetirlo me hiciera más fuerte: No más ilusiones, Daphne. Basta.
Pero el universo, en su cruel sentido del humor, tenía otros planes.
—Daphne.
Mi nombre en su voz. Solo eso bastó para hacer que mi corazón se detuviera por un segundo.
Levanté la mirada lentamente, casi temiendo que hubiera sido mi imaginación. Pero no. Ahí estaba él, de pie frente a mí, con una carpeta bajo el brazo y esa expresión despreocupada que lo hacía parecer invencible.
—¿Sí? —logré responder, aunque mi voz apenas fue un susurro.
—¿Tienes los apuntes de literatura? Olvidé anotar lo del ensayo.
Claro. No me hablaba porque quisiera, sino porque me necesitaba. Como siempre.
—Sí, claro —contesté, tratando de parecer tranquila mientras mis dedos nerviosos buscaban entre las hojas de mi carpeta. Por dentro, luchaba con el punzante recordatorio: Esto no significa nada para él.
Cuando nuestras manos se rozaron, fue como si todo el aire abandonara mi cuerpo. Un simple contacto que para él no fue nada… pero para mí lo fue todo.
—Gracias, eres un amor —dijo, con una sonrisa rápida y perfecta, antes de girarse y alejarse.
"Un amor."
Esas dos palabras quedaron flotando en mi mente como una herida abierta. Cerré los ojos, intentando controlar las lágrimas que amenazaban con escapar. Abrí mi cuaderno con manos temblorosas y escribí:
"Me llama un amor, pero nunca seré el suyo."
Las palabras me quemaban mientras las escribía. ¿Por qué dolía tanto? ¿Por qué algo tan pequeño podía dejarme tan vacía?
Quise arrancar la hoja, gritar, llorar…
Pero no hice nada de eso.
Solo apreté los labios y dejé que el cuaderno cargara con todo lo que yo no podía decir en voz alta.