Toco mi pecho mientras me mantengo despierta en la cama que todavía compartimos.
Golpeo un par de veces y sí, ¡allí está!
El hueco que cargo conmigo resuena insensible, mortífero, hambriento de odio.
Sé bien que el miedo nefasto de saberme vacía me deteriora hasta la locura y no logro pararlo.
A veces, mientras duermes, vuelvo al ayer y te abrazo muy fuerte, no quiero soltarte.
Sonrío porque soy libre de amarte otra vez y siento de nuevo la dulzura de una disculpa, el cálido beso de una breve despedida, el sublime encanto de un “te amo” que en este insensible presente de pronto se me ha negado.
Entonces la furia me contamina, ardo en rabia porque no encuentro el botón de reinicio y quiero destruirlo todo, como si con eso arreglase el agujero.
Y es que no hay segundas oportunidades por ningún lado, las busco desesperada, pero solo encuentro una demencial indiferencia que poco a poco carcome mi espíritu.
¿La culpa? Apuesto que gran parte es mía, pero la parte proporcional que te atañe me aniquila.
Golpeo de nuevo para comprobarlo y otra vez se escucha el sonido. ¡Sí!, ese terrible sonido que produce la ausencia de un corazón enamorado.