Entonces la bestia rugió
con una fuerza inconcebible
que inesperadamente surgió.
Estaba herida, lánguida.
Había sido abatida, saqueada,
violentada hasta la agonía.
Y, a pesar de todo,
su quejido insolente vibró y partió,
haciendo el daño necesario
para acallar e imponerse.
Ella bramó por cada rincón,
por cada brecha en cada casa
a través de miles de gargantas
que al unísono resonaron.
El hartazgo la revivió y ahora acecha
vigilante y furiosa,
de pie; cojeando pero infalible.
El hambre la quemaba, sedienta de justicia,
de esperanza que siempre sana.
Tenía que rugir con las fuerzas
que los cobardes mancillaban.
Por 43 motivos y un ABC olvidado.
Por la pobreza que no para ni alimenta.
Por los litros de sangre derramada.
La despertó el alarido de los padres
que se han quedado sin sus hijos;
y el de los hijos desolados
que ahora huérfanos se proclaman.
Y esos llantos que no cesan
de familias cortadas de tajo
por una guerra silenciosa
que extermina y a nadie castiga.
Así, el domador insaciable fue confrontado.
La bestia ahora se eleva, orgullosa,
con su fuego brutal que ya no se somete.
Esa bestia que no se vende ni se corrompe
ahora vive, a veces a marchas forzadas
pero vive, siempre vive.
Esa bestia llamada pueblo.