Pequeña Mentirosa

CAPÍTULO 1

— Buenos días Chicago, son las seis de la mañana, el clima es fresco, ideal para pasar por una dona y un café...

— ¡Maldito radio! — Bufé, mientras con mi mano lo apagaba — ¡Cinco, cuatro, tres, dos, uno... ! — Me senté en la cama y estiré mi cuerpo. — Buenos mi amor, ¿Qué tal pasaste la noche? — Acerqué mi mano y toqué su pelo, estaba suave como me gustaba, creo que el baño del día anterior había sido perfecto — No seas perezoso, voy a irme al trabajo y quiero que te quedes despierto — Al parecer mis caricias funcionaron y empezó a despertar 

¡Miau! maulló — Eso es Sheldon, buenos días mi amado gatito — Me levanté de la cama de prisa, tenía todo mi tiempo programado, así que no podía darme la dicha de quedarme otro rato junto a mi gato. 

Vivía sola en un pequeño apartamento en Chicago, bueno tenía a Sheldon quien era mi fiel acompañante. Después de la muerte de mi hermano, todo cambió en mi casa, las peleas entre mis padres se volvieron más constantes y vivir en casa era insoportable. 

En la escuela todo era mejor, al menos eso era lo que yo creía, inventé una vida perfecta, mis redes sociales eran mis mejores aliadas para mi gran mentira. Si muchos lo hacían, ¿Por qué no? pero nunca pensé en las consecuencias que esto conllevaba. 

Pero no siempre puedes mentir, detectaron mis mentiras y fui aislada por todas las chicas y chicos de la escuela, ese día descubrí que algo estaba mal en mí, mentía con tanta facilidad que no tenía remordimiento de hacerlo. Con mis padres hacía lo mismo, era muy difícil que ellos descubrieran mis mentiras, pero para mi era un estilo de vida. Pero muchas veces aquellas falacias terminan hiriendo a las personas que más amaba, como sucedió con una de mis amigas en la secundaria. 

Desde ese momento decidí ser una chica asocial, si no te rodeada de personas no podrías mentir y mucho menos dañarlas. 

Observé mi reloj, aun me quedaba tiempo para preparar un rico desayuno. Era fanática de la cocina y se suponía que en Chicago estaba estudiando artes culinarias, bueno eso fue parte de otra mentira, si estaba en Chicago, pero no estudiando, sino que trabajaba en una cafetería cerca de la universidad, en uno de los barrios menos concurridos. 

Preparé unos huevos rancheros, sencillos pero deliciosos, me encantaba concentirme. Saqué una pequeña lata de atún y la deposité en el plato de Sheldon, estaba segura que con este olor, bajaría en pocos segundos de la cama y vendría a comer. 

Comí mi desayuno, saboreando cada uno de los deliciosos sabores que desprendía. Al terminar mi comida, tomé mi mochila y bajé por el ascensor. Miré nuevamente mi reloj, iba a tiempo, ni un minuto más, ni un minuto menos. La ventaja del edificio es que se encontraba cerca del metro el gran Chicago “L”, busqué mi estación y subí, me puse mis audífonos, mientras leí uno de mis libros. 

Así es, un terapeuta me recomendó que escribiera, eso podría ayudarme a controlar el impulso de mentir, a ser una mitómana. 

Llegué a mi lugar de trabajo, una cafetería pequeña. No podía quejarme el lugar era muy acogedor, sobre todo por los dueños Margareth y Francisco, quienes me dieron la oportunidad de trabajar, ellos conocen mi enfermedad y a pesar de eso permitieron quedarme. 

— Buenos días Margareth — Saludé al llegar, ella estaba en la cocina, sola y preparando todo para poder abrir

— Hola Bell, puntual como siempre

— Ya me conoces, iré a cambiarme para ayudarte. — En la parte de atrás estaba una pequeña habitación, la bodega como le decíamos, ya que allí se encontraban todos los suministros, en una esquina se encontraba un vestidor. Me puse el uniforme: una camisa verde, un delantal blanco y una coleta en mi cabello. 

— Buenos días, Bell — saludó mi amiga Diana, ella era mi única amiga. Vivimos juntos por un año, pero la verdad que le provoqué muchos problemas debido a mi enfermedad, pareciera que ser mitómana es algo tan inofensivo, pero no es así, mentir todo el tiempo, no poder ser sincero con las personas, que ellos te odien por que les mentiste, eso es lo peor de todo, cuando te descubren. Estuve a punto de perderla, pero cuando le conté sobre mi enfermedad me apoyó, pero decidimos que lo mejor era que cada quien viviera por su lado. 

— Buenos días, Diana 

— Creo que Franscisco se levantó de mal humor, estaba en la cocina con Maggy y se veían que estaban como discutiendo

— Tal vez lo de la hipoteca los tiene nerviosos. 

— Si creo que se trata de eso. 

Salí de la bodega y tal como Diana me había comentado se notaba que Francisto, se encontraba tenso — ¡Buenos días, Francisco! — Saludé 

— Buenos días Bell, ¿Puedes ayudar a Maggy con las mesas? — Asentí. Esa era mi rutina todos los días. De mi casa a la cafetería y viceversa. 

El día fue como todos, atendiendo a la personas que llegan al lugar, a pesar de estar en uno de los lugares más alejados de la universidad, muchas personas nos visitaba, se tenía un pequeño espacio de lectura, especialmente para aquellos que iban por un buen café y querían leer un libro. 

 — ¿Has visto que los chicos ya están aquí? — Susurró Diana en mi oído 

— No, Diana ni siquiera lo había visto. 

— Bell no me mientas, desde que entraron por aquella puerta no paras de ver a Jeicy, que la verdad no tengo idea de porqué te llama la atención, es el más raro de los tres. — Jeicy era un profesor de la Universidad de Chicago, lo sabía porque Diana me lo contó.

— Buenas tardes bellezas — Saludó Pablo. 

— Hola mi amor — saludó mi amiga con un casto beso en sus labios — En un momento tomó su orden —. Pablo era el novio de Diana y amigo de Jeicy, ellos eran tres amigos Pablo, Peter y Jeicy y aunque él era el más callado de los tres era quien me llamaba la atención, bueno realmente me gustaba. 

— ¿Por qué no la toma Bell? — Preguntó 

— No, lo haré yo — Mencionó mi amiga. Ella sabía perfectamente que estar cerca de Jeicy, me ponía nerviosa. 




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