Desperté gracias a que Andrea protagonizaba un escándalo en el pasillo. Carla y el hombre extranjero del club aparecieron después, ayudándola a entrar mientras se tambaleaba. Los tres estaban hablando al mismo tiempo y no podía entender una sola palabra de lo que decían. Y luego tocaron la puerta tan enérgicamente. Lara Hayes estaba ahí, de pie, bastante iracunda. Preguntó por qué diablos no me presenté a la junta y después me entregó un sobre. Me apresuré a abrirlo, los dedos me temblaban y una sensación de hormigueo en los labios me había invadido. Era una maldita carta de despido. Estaba a punto de colapsar y lo único que mis amigas hacían era mirarme desde el otro lado de la sala. El extranjero había desaparecido. Un segundo después, Lara también se había ido. Volvieron a llamar a la puerta, una voz masculina se disculpaba al otro lado ¿Jordan? Entonces escuché a mi mamá discutir con mi papá. Estaban justo detrás de mí, hablando sobre cómo mi vida no era para nada lo que esperaron; porque yo seguía soltera. Después alguien me había tocado el hombro y cuando volteé, vi a James enfadado, y comenzó a gritarme cómo podía ser tan irresponsable. Mis padres continuaban discutiendo, Carla y Andrea también peleaban. A mi alrededor todo era una inmensa nube de palabras, gritos e insultos, y mi única reacción fue correr hacia la puerta y huir. En un instante ya estaba en la calle, seguía corriendo y no pensaba si quiera en parar... hasta que un auto salió de la nada y mi cuerpo salió disparado.
Entonces realmente desperté.
La luz más agresiva y molesta que había percibido en toda mi vida entró esa mañana, incluso a través de las persianas, y me recordó que, afortunadamente, estaba en mi apartamento, en mi sofá y, lo más importante: llevaba ropa puesta. Así que evidentemente no hice ninguna estupidez anoche.
Sentí los inicios de una terrible jaqueca y el dolor de la espalda persistía. Tomé mi teléfono del bolso que yacía junto al sillón y recordé que la batería se agotó desde ayer. Entonces lo conecté al cargador. Y cuando fui al baño, oriné como un litro. Me sentí aliviada. Después de cepillarme los dientes y enjuagarme la cara, me quité la ropa de ayer y fui a la cocina en busca de algo de lo que pudiera alimentarme. Manzanas, avena instantánea, cereal con fibra sabor chocolate que prometía cuidar la figura ¡Bah! En aquel momento resultaba triste el simple hecho de no ser capaz de comer lo que yo quería. Las plataformas para ordenar comida a domicilio se habían vuelto una parte esencial de mi vida, y con ellas, una costumbre, comodidad, irresponsabilidad o simplemente la practicidad de dejar mi alimentación en manos de alguien más. ¿Cuándo me volví una completa inútil? Pude haber comprado el juego de sartenes con descuento que anunciaban en los infomerciales, pero no lo hice. Pude haber puesto atención cuando mi mamá cocinaba o pude haber tomado lecciones de cocina, pero tampoco lo hice. Muy tarde para lamentarse, ¿no? Esos eran mis hábitos, después de todo.
Fui a darme un baño resucitador porque me sentía muerta. Y cuando volví a la sala para revisar mi teléfono, supe que probablemente lo estaría pronto, si no me daba prisa. Era tan tarde y ya debía estar a medio camino para el trabajo. Así que me vestí rápido, intenté hacer algún tipo de milagro con mi cara, tomé mis cosas y salí.
¿Qué dijo ayer mi conductor sobre lo impredecibles que son los taxis? Sí, esa mañana me costó mucho encontrar uno. Por fortuna, no había tanto tráfico, pero el trayecto se volvió desagradable debido a que el taxista tenía el volumen del radio bastante alto. Cuando la música paró y siguieron los comerciales, cambió a la estación de las noticias: por alguna razón, tenía noción sobre el accidente aéreo de un político griego; el hombre continuaba desparecido. Después informaron sobre un enorme embotellamiento en dirección a Harlem, causado por un camión de desechos electrónicos que se quedó sin frenos. Por último, se tenía prevista una manifestación en el centro por los despidos injustificados de una compañía de gas, pero no escuché a qué hora porque el taxista apagó la radio abruptamente. Luego comenzó a hablar demasiado sobre cualquier cosa: clima, multas de tránsito y lo mucho que odiaba a la policía. Pero al menos creyó que estaba en alguna película de acción de Hollywood y aceleró como si no hubiera un mañana. No morí, pero sí que llegué tarde, la junta ya había empezado.
Ya resultaba inútil correr, así que solo caminé hacia el ascensor —ni siquiera fui a mi oficina primero— y esperé. Cuando las puertas se abrieron, entré completamente sola, aliviada de que nadie más estuviera allí para juzgarme. Un piso después, una mujer esbelta y con cabello perfecto castaño entró.
—¡Al fin! No sabía que eras de las que llegaban tarde —Debbie me inspeccionó todo el rostro y luego presionó el botón para subir.
—Nuca lo hago —respondí aún aturdida. Me sentía como si estuviera bajo el agua de una piscina con demasiado cloro.
—Hace tiempo que empezaron. Scarlett está impaciente y de mal humor —me advirtió en voz baja, como si hubiera olvidado que éramos las únicas ahí y alguien fuera a escucharnos.
—Lo sé. No tengo justificación, pero anoche fue un infierno.
—¿Por qué? ¿Qué pasó? —preguntó mientras se acercaba con preocupación. De su cabello con ondas gruesas emanaba el fuerte olor a fijador. Y sus largos aretes en forma de media luna se movían lentamente como péndulos hipnotizantes.
—Salí con mis amigas de la universidad. No fue gran cosa, pero luego de una botella de Bourbon, todo se tornó… feo.