Perdida En El Caribe

CAPITULO CUATRO

Con todo la locura y el drama de esta mañana, había olvidado que Andrea y Carla me creían muerta. Tenía diecisiete llamadas perdidas y varios mensajes.

«¿Estás en casa?»

«No fuiste a buscar a ya sabes quién ¿O sí?»

«¿Sigues viva?»

«¿Podrías confirmar que no estás tirada en algún callejón?»

«¡Llámanos, maldición!»

Lamentaba haberme ido así anoche, pero las circunstancias me obligaron. Con Carla presionando sobre mi manera de superar mi ruptura, el sorpresivo mensaje de Lara y el molesto tipo de la barra, no tuve alternativa. Así que solo les envié un mensaje con tres pulgares arriba. Esa era nuestra forma de decir «Estoy bien, todo está bien, hablaremos despues». Lo sé, merecían tener toda la explicación, pero ya sabía que se las daría mañana, cuando nos encontráramos para comer o algo. Porque fue demasiado. Fue demasiado lo que pasó anoche y tenía que contárselos todo, y con lo de anoche me refería al imponente conductor que parecía salido de la revista GQ. Dios ¡qué hombre! Pero bueno, tenía que concentrarme en lo que sucedería después, cuando se acercara el final del día y también el de mi tranquilidad, y Debbie entrara por esa puerta y me arrastrara a la posibilidad de diversión nocturna, bajo la excusa de “aún somos jóvenes, lo merecemos”, a pesar de sentirme como una anciana.

Y así ocurrió. Abrió de golpe, se paró decidía y segura frente a mí, y dijo que ya era hora. Cuando miré el reloj de la computadora, lo supe, tenía que tomar una decisión. Podía ser una persona razonable y hacer lo pertinente para terminar esta noche de una forma decente, o… ser una buena amiga. Y no quería ser la mala, de verdad. Así que, recordando lo que dije antes, que lo volvería a hacer una y otra vez porque así era yo, tomé una decisión.

—No puedo quedarme mucho tiempo —le advertí—. En serio.

El rostro se le iluminó, como si le hubiera dicho que toda la noche nos embriagaríamos y bailaríamos desnudas sobre las mesas como salvajes. Se acercó a mi escritorio para, según ella, ayudarme a recoger mis cosas más rápido, pero solamente había desacomodado mis bolígrafos de colores. Me había arrepentido de decir que sí al instante. Mientras apagaba la computadora, me odié por ser tan manipulable. Pero ya era demasiado tarde ¿Por qué no podía ser una bruja egoísta por una vez?

Por el pasillo hacia el ascensor, comencé a sentirme mal. Quizás con algo de remordimiento sobre los hombros. Era el cumpleaños de Debbie, el numero treinta. y lo único que hice fue desearle un feliz cumpleaños de la peor manera en que alguien pude desearle feliz cumpleaños número treinta a una amiga. De pronto sentí como si fuera responsable de decirle algo, el discurso de bienvenida a la tercera década, consejos, vivencias, testimonios esperanzadores y esas cosas. Resultaba patético porque yo no estaba en posición para dar discursos sobre la edad y la vida. Pero mi consciencia me empujaba a hacer algo al respecto. Mientras esperamos a que las puertas se abrieran, miré a Debbie, estaba inmersa en la pantalla de su teléfono, moviendo los pulgares a una velocidad ingente. Sonreía cada vez que recibía una notificación. Intuí que era su novio, cuyo nombre me fue imposible recordar en aquel momento donde me debatía entre quedarme callada y ofrecerle algunas palabras acordes a la ocasión. Cuando finalmente opté por abrir la boca, ella dijo algo primero.

—Anton está diciéndome que su hermano se apuntó al plan a última hora —tenía una sonrisita bastante sugerente—. Recuerdas a Matt, ¿cierto? Estuvo en la fiesta de Halloween que organizó Bill.

Las puertas se abrieron y salió una mujer que jamás había visto antes, con mirada fúnebre y vestida completamente de negro, como si se dirigiera a un funeral. Sí, los viernes tenían un significado distinto para todos. Entramos y presioné el botón.

—Es guapo, agradable y muy inteligente. Es profesor de matemáticas —continuó entusiasmada.

Yo no fui a la fiesta en casa de Bill Bush porque ese día Jordan tuvo una comida de trabajo al otro lado de la ciudad y elegí ir con él. Pero era inútil aclararlo, Debbie dio por sentado que lo recordaba porque continuó con su atención puesta en el teléfono. Y de vuelta a su sonrisita, ¿qué demonios tramaba?

—Y está soltero —Volvió a hablar. Esta vez sí me miró.

¡Lo sabía!

—Debbie…

—No es lo que estás pensando —se defendió—. Esto no es una cita a ciegas. Él tampoco sabe de ti. Quiero decir, no vamos a forzar nada.

—¡Deborah…!

—Solo digo que, si llegan a coincidir estando allá, deja que las cosas fluyan, ¿de acuerdo? Esto no es…

Una intervención pensé. Claro que lo era. Debbie tenía la mejor de las intenciones, lo sabía. Pero era una vergonzosa, innecesaria y ridícula intervención.  “La solterona de mi amiga llegará sola. ¡Rápido, hay que conseguirle a alguien!”. Así que esa era mi situación ahora. Ya lo había vivido antes, antes de Jordan. La continua presión social sobre las relaciones, la soltería, el matrimonio, la familia, los hijos, blah, blah, blah. Cuando creí que no importaba lo que la gente a mi alrededor pensaba, cuando me decía a mí misma que el trabajo era más importante que cualquier otra cosa, o cuando pensaba que, si alguien era para mí, llegaría tarde o temprano y yo no tenía que hacer nada más que esperar. Hasta que empecé a sentirme incomoda en las reuniones con mis amigos, cerca de mi hermana, de mis propios padres, en una cena el día de acción de gracias, un cumpleaños, Navidad o año nuevo. Las preguntas —que se sentían más bien como acusaciones—, aquellas miradas cargadas de curiosidad e indiscreción y los cuchicheos desde la cocina.



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En el texto hay: romance, compromiso, crucero

Editado: 19.08.2022

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