Perdida en tu pasado

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Barbara Johnson

Algún día de octubre de 1926

18 años

 

La hojarasca se revolvió detrás de mí. Me detuve y giré, aunque por ser de noche no pude ver nada. Desde hacía casi un mes vivía en el buen año de 1926 y en todo ese tiempo sentí que alguien me seguía. Debía ser solo el nerviosismo de encontrarme en un año diferente al mío, donde las personas que más amaba estaban, pero no podía acercarme a ellas.

El corazón me bombeaba frenético. Todavía me faltaba una milla por llegar a la casa de James y frente a mí solo estaba la negrura apabullante. Un gritito escapó de mi garganta, pues un búho decidió cantar en un tono escalofriante.

Cerré los ojos e inhalé y exhalé despacio. Esa sería la última noche en que tendría que hacer una caminata tan larga y las agujetas en mis pies agradecerían el descanso. Me volví de pronto al escuchar pasos otra vez. Sabía que no era mi imaginación o alguna broma del viento.

—¿Quién está ahí?

Solo me contestó el murmullo del río y el siseo del aire. Me reacomodé la blusa, como si con eso fuera capaz de proporcionarme más calor, y giré. Faltaba poco, en mis pies sentía el declive en el suelo que provocaban las pisadas de las vacas, si bien jamás me encontré con una. Sin embargo, me apuré al escuchar un cencerro lejano. Me parecía una imprudencia que el dueño les permitiera estar sueltas a esas horas, pues podrían lastimarse, aunque no quería que una vaca me encontrara, se pondría nerviosa y sin duda me atacaría.

Fruncí el ceño, pues las luces de la casa deberían ser visibles desde el punto en el que me encontraba y no era así, ¿acaso estaba perdida? No podía ser, conocía ese camino a la perfección, me aprendí cada relieve en la oscuridad, la ubicación de los árboles y las estrellas. Respiré profundo, si bien tenía los ojos humedecidos. Por un segundo solo podía escuchar el galopar de mi corazón. Si me perdía nadie me buscaría… Estaba sola. Comprendía por qué James me echó, no lo juzgaba por ello, pero eso no significaba que no existía dolor. James Montgomery me rompió el corazón.

Sorbí y sonreí, aunque el olor era apenas perceptible también era inconfundible, levadura. No estaba perdida, si bien no sabía por qué no había luz. Me apresuré y cuando encontré el camino firme, casi daba brinquitos en el lugar. Me sentía cansada y quería dormir.

Al llegar me escondí entre los árboles y observé. No se veía a nadie. Caminé a hurtadillas y llegué hasta el granero. Era el lugar más lejano y seguro donde estar, pero James pasaba la mayoría del tiempo allí así que no podía ocultarme allí. Miré de un lado al otro y me apresuré hasta el cobertizo.

Me costaba comprender el porqué de esos edificios tan desvencijados. Y no sabía para qué era el cobre que estaba en el interior del granero, parecían tubos de ensayo gigantes y con formas un tanto peculiares. Sin embargo, la exquisitez del interior del cobertizo te robaba el aliento. Había cerca de diez sillas, todas del pino más fino. Doblé las piernas hasta encontrar el suelo y poco a poco me recosté encima de la alfombra, lo único capaz de calentarme las extremidades frías. No obstante, pensar en la alfombra como algo para eliminar el frío debía ser una blasfemia. Los hilos parecían los más finos y los colores azul índigo y lavanda no eran comunes. Las alfombras de las tiendas en la ciudad eran de colores neutros y nada ostentosos mientras que esa mostraba flores coloridas y unos envases egipcios en las esquinas.

Imaginaba que ese era el consultorio donde James atendía a las personas. En el centro había un escritorio enorme de madera exquisita. Ni el granero, ni el cobertizo existían en 1957, solo la casa. El interior era el mismo que yo conocía, aunque en los estantes faltaban muchos libros, mas allí estaba Einstein, Tesla y Fitzgerald. 

Giré a la derecha en un intento de calmar el crujir en mi estómago. Sabía que el refrigerador y la alacena tendrían todo lo que pudiera desear, pero jamás me permití entrar a la casa otra vez. Solo aquel domingo en que encontré a James en ese estado preocupante.

Me cubrí los labios con una mano temblorosa, cuando un sollozo escapó de ellos. Me costaba cerrar los ojos porque lo veía a él tirado en el suelo, en tanto convulsaba y se ahogaba con su propia saliva. No sé cómo pude forzarle mis manos en la boca para abrirsela a la vez que le giré la cabeza para que el líquido se escurriera.

Esa semana había trabajado despacio y tuve que ocultarle mi rostro a todos para que no vieran mis lágrimas. Apenas podía mover las manos, pues James me arrancó pedazos al morderlas. «¿Él sería capaz de recordar? ¿Estaría furioso conmigo?». Un resuello fue el preámbulo de varios sollozos y jadeos. Volví a girar, tenía que ser una mujer fuerte y dejarme de lamentaciones. No había nada que hacer. Tendría que encontrar la forma de continuar con mi vida, sin ninguno de ellos junto a mí… sin James.

 

Abrí los ojos y grité. A solo centímetros de mi rostro unos enormes ojos negros me observaban con desaprobación. Llevé la mirada a la ventana, todavía el sol no se asomaba en el horizonte.

—¿Quién eres tú?

—Tu no casa James.

—Tú no debes estar en casa de James. —Levanté los ojos exasperada conmigo misma por corregir sus palabras.




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