Perdida en tu pasado

3

Barbara Johnson

 

—Mi esposo no abandonará a su familia por ti.

Me detuve con la mano en la puerta de salida del café, tenía los latidos del corazón acelerados. Bajé la cabeza mientras me mordía el interior de las mejillas, ¿qué podía decirle a Ruth? Era verdad que desde hacía una semana me convertí en su sombra. No era mi intención hacerla sentir incómoda y que de sus labios escaparan esas palabras tan íntimas. Si las pronunció, era porque sucedió alguna vez. La opresión en mi pecho apenas me permitía respirar, jamás imaginé que esa mujer tan parlanchina y alegre viviera algo así.

En 1926 Ruth era una mujer imponente. Sus blusas eran de lino y muy elegantes con el patrón de ganchillo. Las faldas que usaba solían cubrirle las piernas por completo. El cabello rubio siempre estaba en un moño sobrio, aunque con volumen antes de ser recogido. Su rostro era muy fino, mas no por ello débil.

Giré, pues yo no tenía nada que esconder. Si la seguí fue para escuchar cada una de sus palabras, las ansiaba. Ir a trabajar se convirtió en algo pesado y monótono, el entusiasmo de los primeros días se diluyó… sin James. No tenía noticias sobre su paradero. Le escribí varias cartas al abuelo, pero nunca las envié. Y Ruth jamás lo mencionaba, al menos no en la iglesia, donde me sentaba muy cerca de ella y su familia, tampoco lo hacía en el café.

—Está en un error, señora Wilson.

Ella mantuvo la espalda rígida y los ojos entrecerrados.

—¿Me vas a decir que mi esposo no te prometió una vida juntos en ese lugar de perdición?

Negué en repetidas ocasiones y no pude retener la lágrima que se me deslizó por la mejilla. Jamás estuve tanto tiempo sin ver a James, aunque quizás era lo mejor, mas ¿quién se lo explicaba a mi abatido corazón? En las noches, mientras abrazaba la almohada y me acurrucaba en la diminuta cama en la casa de la señorita Caldwell, me decía que solo quería comprobar si estaba bien. Aún no podía olvidar los buches de sangre que le brotaron de la boca aquel día. «¿Y si yo no hubiera llegado? ¿Alguien más habría salvado su vida?». Sabía que mis pensamientos eran tontos y fuera de lugar. Como si yo no supiera que él tendría una vida feliz al lado de Ethel hasta que la muerte se la arrebatara.

Tragué en un intento de eliminar el bulto que me cerraba la garganta. En tanto Ruth permanecía con la mirada fija en mí, juzgándome. Tal vez buscaba un indicio inexistente, pues yo ni siquiera conocía a su esposo.

—Yo amo a un hombre, señora Wilson, pero no es a su esposo.

Mantuvo la boca en una línea recta y arqueó una de las cejas. Hubiera sido muy gracioso si no fuera por el tumulto de emociones que me embargaban.

—¿Por qué me persigues entonces?

Por un segundo me mordí el interior de las mejillas. No obstante, no podía existir ni un ápice de duda en mi comportamiento. En otro momento ya habría huido, pero inhalé y exhalé despacio. Antes de responder levanté una súplica porque ella y James jamás platicaran de cómo aparecí en sus vidas. Planté una sonrisa en mi rostro y esperaba que mi voz fuera vivaracha y despreocupada.

—Soy nueva en la comunidad de Cave Spring. En la iglesia me hablaron maravillas de usted, señora Wilson. Quería conocerla y ponerme a su disposición, si bien no sabía cómo acercarme.

Ella me observó unos segundos más, pero se relajó y negó con la cabeza a modo de amonestación.

—Querida, podrás creer que la timidez es una característica deseada en una mujer, sin embargo, solo debe mostrársele a los hombres en el cortejo.

No pude evitar reír. Eliminé los pocos pasos que faltaban para quedar frente a frente y le extendí la mano.

—Soy Barbara Johnson.

Ella respondió a mi saludo con los ojos entrecerrados. Estaba segura de que, en su mente, repasaba los nombres de todos para intentar recordar si tuvo trato alguna vez con alguien de ese apellido. Fruncí el ceño pues, a pesar de que James insistió una y otra vez en dónde nos conocimos, jamás preguntó mi nombre o, quizás, sí se lo dije y lo olvidé.

—Johnson, no conozco a nadie con ese apellido. ¿De dónde son tus padres?

Ella no me soltó la mano y sus ojos no les permitieron a los míos escapar. La señorita Caldwell creía que mis padres eran de la costa, tendría que mantener la mentira. Además, dudaba de que alguno de ellos viajaría tan lejos solo para preguntar si mis palabras eran ciertas.

—De Norfolk.

El brillo en su mirada debió ser la advertencia de que yo andaba en aguas profundas, sin embargo, esos ojos eran casi idénticos a los que añoraba, si bien no tenían la chispa y picardía que amé tan pronto las descubrí.

—¿Sí? ¿De qué parte de la ciudad?

Esa era la mujer parlanchina y bocazas que yo conocía. Debí suponer que también le gustarían los chismes. En un segundo tuve que hacer un repaso mental de mis conocimientos en geografía. Por suerte tuve el mejor profesor del mundo. Suspiré… «El profesor dreamy». Si algún día volvía a mi tiempo, sabía que cada vez que dijera la palabra profesor, al menos en mis pensamientos, iría acompañada de ese adjetivo, o tal vez era sustantivo, en definitiva, era un verbo, porque James Montgomery convirtió mis sueños en realidad con sus más que deliciosos y peculiares labios.




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