Barbara Johnson
—Te vimos en el juicejoint el sábado.
Florence y las demás compañeras de trabajo me sonreían con cierto aire de conspiración. Habían dejado atrás el uniforme del hotel, pero llevaban el de todas las jóvenes de la época. Si alguien las veía de lejos no podría distinguirlas, pues el sombrero les tapaba el color de cabello y los vestidos eran iguales.
Era la hora de salida del trabajo y estábamos reunidas en el salón para empleados, mientras recogíamos nuestras pertenencias. No comprendía el repentino interés de ellas por mí. Sabía que mi proceder era incorrecto, mas no deseaba formalizar una amistad con ellas. Yo ya tenía a Ruth y esperaba en algún momento poder acercarme a la abuela. A esas chicas las sentía lejanas y no creía tener algo en común con ellas. Además la mayoría de ellas eran colored. Me ajusté los zapatos mientras ellas me rodearon.
—No sabía que ese tipo de lugar podría gustarte, como eres una cancelled stamp. —Se observaron unas a otras y compartieron una risita. Me levanté del sillón y me puse el abrigo—. ¿Vas a ir este sábado? Quizás podrías acompañarnos.
Me colgué la bufanda alrededor del cuello y, con la cabeza en alto, comencé a caminar. Ellas compartieron otra ronda de risitas y murmuraron entre sí. Atravesé los pasillos con gracia y elegancia, pues sabía que el señor Dameron tenía ojos en cada rincón. Escuché pasos detrás de mí y giré la cabeza con disimulo, no tenía idea de por qué me seguían.
Salimos del hotel, ese día el movimiento de templanza se reuniría, aunque mi entusiasmo se debía a que Ruth y yo siempre nos quedábamos un rato más para hablar. Ella no mencionaba a James con frecuencia, pero esos escasos instantes en que lo hacía los atesoraba en mi corazón. Escuché cuando mis compañeras comenzaron a murmurar otra vez, el entusiasmo que mostraban era evidente. Se adelantaron a mí, se esmeraron en arreglarse los sombreros y sonreír con tanta dulzura que pensé que se me rompería una muela.
—Señor Montgomery —dijeron a coro mientras hacían una cortesía.
Al instante dirigí la mirada al mismo lugar que ellas y lo encontré a él apoyado en el guardabarros de su vehículo. Tenía las piernas y brazos cruzados y el sombrero le ocultaba esos ojos verdes que tanto amaba.
—Señoritas. —James inclinó la cabeza a la vez que se retiraba el sombrero.
Ellas se deshicieron como helado en pleno sol. Me pregunté si yo me vería igual de ridícula, no obstante, estaba segura de que sería incluso peor. No sabía si era un consuelo o una maldición que en esa época casi todas pensaran igual que yo. Al menos en 1957 la exclusividad de pensarlo perfecto era mía. Mantuve mis pasos distendidos y la mirada fija en el edificio de la cruz roja. «¿Qué hacía él ahí?». Estaba convencida de que muy pronto tendría que encontrarme otra ciudad donde vivir para dejar de sentir que el cuerpo me flotaba y mi corazón echaba raíces cada vez que veía a James. Pasé junto a él, pues no había forma de esquivarlo.
—Mi hermana quiere verla, señorita Barbara.
Como si me hubiera tragado una piedra mi estómago se sintió pesado. Frené mis pasos y giré. Mas tuve que levantar la cabeza, ya que él estaba tan cerca que nuestra diferencia de estatura era palpable.
—¿Qué sucedió? ¿Ruth está bien?
Él extendió la mano y me tomó con suavidad del antebrazo. Deseé tanto cerrar los ojos por ese contacto inesperado. Enfurecí conmigo misma por lo avasallador de ese anhelo en un momento como ese.
—Venga, la llevaré con ella de inmediato.
Asentí una y otra vez mientras me llevaba la mano al cuello, la dejaba caer y repetía el gesto. Él abrió la puerta del vehículo y me urgió a que subiera. Dio la vuelta con rapidez y volvió a retirarse el sombrero para despedirse de mis compañeras de trabajo. Ellas seguían cada uno de nuestros movimientos con gran interés. A algunas habría que cerrarle la boca, a la fuerza, pues no salían de su estupefacción.
Tal y como en 1957 estaba encerrada con James en un espacio diminuto y el movimiento del automóvil —con el desnivel de la carretera—, propiciaba a que nuestros hombros y brazos se encontraran, lo que me provocaba estremecimientos que no podía ocultar por lo que intenté mantener los hombros erguidos y la espalda recta. En esa ocasión no había música con la que distraerme de su presencia, de cómo el olor de su colonia se impregnó en el interior del automóvil a pesar de que era —lo que en mis tiempos se llamaría— un convertible.
En minutos pasamos el puente. James se movía con naturalidad, como si el automóvil fuera parte de sí mismo. Se le hacía fácil mover las palancas, pisar los pedales o hundir los botones. Tenía las facciones relajadas y con los brazos mantenía el volante estable sin ningún tipo de esfuerzo. Estaba tan distraída en observarlo a él que casi ni me percato del momento en que nos pasamos de la avenida Campbell donde se encontraba el Olimpia, el café de Ruth. Fruncí el ceño. Giré mi cuerpo y señalé el lugar.
—Era… por ahí.
Sin embargo, James continuó hasta tomar la 221. Volví a girar en el asiento y fijé la mirada en él. Cada poro de mi piel entró en alerta al reconocer el camino. James me llevaba a su hogar, al lugar de donde él me sacó. No… no quería regresar allí. Si lo hice mientras no tenía dónde dormir, fue porque era el único lugar que me era conocido.