Perdida en tu pasado

8

Barbara Johnson

 

Era sábado y un poco más de las ocho de la noche. Los pies me punzaban, la cabeza me pesaba, era el último día de trabajo de la semana y yo solo quería dormir. El dolor y yo todavía no éramos buenos compañeros. Sin embargo, un paso tras otro y en la inmensa oscuridad del otoño tardío caminaba al único lugar en el que quería estar. James detestaba que hiciera ese recorrido, tanto que amenazó con detener las prácticas en Stude, no tuvo ningún reparo en hacérmelo saber. Le expuse muchas excusas. Y callé cuando a mis pensamientos llegó la idea de que los demás podrían pensar que él me pretendía a mí. No quería alejarlo. Sabía que no estaba convencido de todo lo que le dije, pero funcionó. No insistió más.

Para ese instante yo ya sabía cómo hacer los cambios de velocidad con fluidez y no ahogaba el motor, si bien para James no era suficiente. Él era exigente conmigo y yo respondía a esa exigencia, pues quería brillar ante sus ojos. Ni por un segundo mencionamos a Ethel en esa semana, él se concentró en enseñarme y yo, en aprender.

Ese día tuve que llegar hasta su hogar, pues no nos encontramos a la mitad de la carretera 221 como acostumbrábamos. Me atreví a ir porque James me hizo prometerle que, si él no llegaba hasta mí, yo debía hacerlo. Atravesé la entrada de la propiedad y reconocí el Ford del abuelo. Intenté dar un paso más, pero me quedé inmóvil. No sabía cómo los enfrentaría, si debía actuar con normalidad o fingir que los desconocía. Además, ¿qué pensaría James de una actitud o la otra? ¿Me delataría si mostraba que los conocía? El problema era que ellos no lo hacían. Todo quedó atrás cuando escuché al abuelo:

Applesauce! ¿Los bulls te persiguen, old boy?

—No es para tanto, capitán.

Pude ver cómo el abuelo entrecerró los ojos, incluso su postura parecía amenazante. Era extraño verlo así, pues él siempre parecía calmado.

Phonus balonus! Eres el campeón en Daytona Beach. Todos saben que tu apellido debería ser Ford.

Dejé de pestañar, y no sabía si reposar las manos en el estómago o tocarme el cuello por lo que las moví de forma extraña. «¿Daytona Beach? ¿Cómo en la NASCAR?». Era imposible, la primera carrera no ocurriría hasta finales de los cuarenta o eso creía recordar. Además, por qué el abuelo pensaría que unos toros perseguirían a James, eso carecía de sentido.

El golpe de Stude fue por mi culpa. Ocurrió el pasado domingo cuando conducía para llegar a casa y al fin poder dormir. Me distraje solo un segundo. Miré a James para descubrir qué sentía por todo lo que sucedió con Ethel. Aunque no pude descifrar nada, era igual de elusivo que en 1957. Estaba tan distraída que no me percaté de que solté el volante. Sin embargo, James lo agarró de inmediato y evitó el choque aparatoso que de seguro hubiéramos tenido. Me sentí muy avergonzada, pero James me aseguró que alguna vez le pasó y que no debía preocuparme. Además, al siguiente día el automóvil ya estaba como nuevo. No tenía idea de cómo el abuelo se enteró.

Me iría, pues una vez más me sentí avergonzada, además de un poco furiosa y feliz. Me sentía desbordada en emociones. No obstante, una diminuta mano se deslizó en la mía, ni siquiera escuché a la niña acercarse.

—Soy Dottie, ¿quién eres tú?

Reí y, como tenía el aliento contenido, resoplé. Se me humedecieron los ojos y volví a reír. La pobre llevaba ese corte espantoso que usaban en esa época y un abrigo acogedor. Tenía frente a mí a una niña de cinco años y era mi mamá. Me mordí el interior de las mejillas, quería abrazarla y llenarla de besos, si bien estaba segura de que eso la asustaría.

—Es un gusto conocerte, Dottie. Soy Barbara.

Ella comenzó a caminar y tuve que seguirla porque no me soltó la mano. No podía apartar la mirada de ella, tenía un caminar regio y adulto.

—James es mío.

Abrí los ojos hasta desmesurarlos y levanté la mano libre para ocultar la sonrisa. Al parecer James Montgomery era un rompecorazones para las mujeres de mi familia.

—¿Sí?

—Él es mi Canuck. Tendremos una pista de aviones y viajaré por el mundo. Él será mi copiloto.

El gesto en mi rostro se amplió. Desde tan chica ella sabía lo que quería y lo conseguiría, pues le robaría el corazón a un muy apuesto piloto y él la haría muy feliz, al menos el tiempo que estuvieron juntos.

—Eso suena maravilloso. ¡Oh! ¿Te gustaría un dulce?

Sin soltarle la mano abrí el bolso y comencé a buscar mientras los terrosos ojos se iluminaron. Sabía que no podía decirle nada sobre el viaje en el tiempo y ella ni siquiera me entendería, pero tenerla cerca me dio tranquilidad. Quizás ella recordaría que me vio y que estaba bien, tenía esperanza en que fuera así.

—¡Sí!

—Dorothy Jones, ven aquí.

Detuve la búsqueda del dulce por completo. Quise mantener la sonrisa en mi rostro, aunque sabía que solo era una mueca. Conocía ese tono de voz en la abuela. Ella no aprobaba mi presencia y tal vez nunca lo haría. James se llevó la mano hasta la boca al escucharla y se estrujó los labios.

Sard!

Quizás él también pensaba que era un error que yo llegara en ese instante. Era consciente de que nadie debía saber que nosotros nos veíamos y comprendí por qué no llegó a nuestro encuentro pautado.




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