Barbara Johnson
—¿Quién te invitó?
Ethel vestía un traje color vino que le colgaba de los hombros, los zapatos eran en color crema y tenía un sombrero cloche con un gran lazo que combinaba con el vestido. Los guantes eran de cuero y solo le cubrían las manos. El cabello se le veía lustroso y quizás un poco más corto que la vez anterior. Además tenía el rostro pintado con ese puchero eterno. El vestido era de una tela frágil que complementaba el aire de niña tan característico en ella. Y… su desprecio hacia mí era evidente en cada sílaba. Junto a ella estaban, las dos muchachas que siempre la acompañaban y los chicos que compraron sus tartas.
—Este no es tu hogar y quien me invitó no es asunto tuyo.
Y ahí estaba yo con una falda amplia que me cubría los tobillos y una blusa en color champagne —estaba segura de que en algún momento fue blanca— de manga larga que me apretaba en el pecho, sin importar que llevaba la banda y un corsé que Ruth dejó en casa de James. Un sombrero de cloche negro intentaba cubrirme el cabello largo para lo cual no estaba hecho y se veía ridículo. Además, no tenía ni un ápice de maquillaje en el rostro. Era un desastre, pero ella no debía saber que me sentía como tal.
—No puedes hablarle así. Es la prometida del dueño de la propiedad. —Esa era la señorita Davis, con un hermoso vestido en rosa viejo con vuelos de tela y bordados.
Sonreí y después me cubrí los labios con una mano en un intento de esconder la carcajada que bullía en mi interior.
—Felicidades, señorita Richardson. ¿James lo sabe?
Las tres levantaron el mentón al instante y dieron media vuelta por lo que continué mi camino, lo único que me importaba era conocer la propiedad. Sabía que no volvería a ver a James ese día, pues él era el anfitrión.
A pesar de que el abuelo mencionó que sería una reunión para los más allegados, toda la comunidad estaba allí, incluso personas de la ciudad y desconocidos. Los colored que trabajaban para James lucían trajes impecables mientras se movían de aquí para allá con las bandejas. La casa estaba rodeada de vehículos, carretas y caballos. Varias mesas y sillas se esparcían por los alrededores con manteles blancos y enormes centros de mesa con cinias, dalias, crisantemos y parra virgen en color naranja, violeta, lila, vino, rosa y verde.
La mesa de buffet ofrecía ostras, ensaladas de gelatina con sardinas o aceitunas, huevos rellenos, cangrejos endiablados, tomates fritos, habichuelas y col rizada, jamón ahumado, salchichas, tarta de calabaza, manzanas en todas sus formas de postre, maní tostado, panecillos, té dulce y chocolate caliente. La cantidad de comida era inmensa. Las personas se movían de aquí para allá mientras reían y charlaban, sin importarles el aire fresco y los grumos de nieve.
Apenas di unos pasos cuando un grupo nutrido de varones nos rodeó a nosotras. Creí verlos jugar en algún punto de la propiedad, aunque no estaba segura.
—Ya quiero que sea de noche.
Uno de ellos giró el bate y un líquido ambarino cayó sobre la bola de beisbol. Me llevé la mano sobre la boca para contener el grito, pues debía ser alcohol. A las mujeres no les importó lo que ellos hacían, ya que estaban distraídas con la revista The Flapper’s Magazette, platicaban de cuál de ellas podría ganar el concurso de la mejor flapper de América, llegaron al consenso de que Ethel debía enviar su fotografía.
Tenía que marcharme, no quería que me involucraran con ellos. Eran invitados y no les importaba arruinarle la reputación a James. Además, me interesaba descubrir si la cañería que salía del arroyo era lo que le daba agua potable a la casa. No obstante, los chicos continuaron lanzándose la bola y el bate por lo que se me dificultó pasar sin que el líquido me ensuciara. Refufuñé y uno de ellos fijó la mirada en mí.
—Gadzooks[1]! A ti no te conozco. Danos una idea sobre qué hacer.
Ellas dejaron de hablar y con burla Ethel dijo:
—¿Ahora eres una atracción de circo?
Todos rieron a carcajadas.
—Es otra la que se cree una gran estrella.
Me sobresalté cuando el hombre me tomó de la mano y por primera vez me percaté de que tenía los ojos verdes y el cabello un poco más oscuro que el de James. Me mordí el interior de las mejillas. Era alguien en quien me habría fijado antes de conocer al James joven que encandilaba aún más mi corazón.
—¿Qué se te ocurre, tomato?
Él se llevó mi mano a la boca y dejó un beso en ella. Me revolví con los labios en una sonrisa incierta. ¿Qué pensaría James si nos veía? Me apresuré a retirar la mano y me pareció que se tomaba demasiadas libertades conmigo, pues él era un desconocido para mí.
—Perdiddle?
Él sonrió con un poco de burla y encanto. Entonces los demás nos rodearon, estaban interesados en lo que acababa de decir.
—¿Eso qué es? —Él volvió a tomarme de la mano.
—Un hombre y una mujer se colocan de espalda contra el otro. Un tercero pregunta: «This or That». Si dicen la misma palabra es beso, si no, es cachetada para él.