Barbara Johnson
Me alejé en el instante en que los besos comenzarían. No quería ser testigo de cómo los diestros y besables labios de James tocaban otros. ¿Qué haría cuando ellos se casaran? ¿A dónde iría?
Decidí seguir la hilera de cañerías que salía del arroyo. Necesitaba pensar en algo más que no fuera James. Me percaté que el cuerpo de agua no debía tener más de dos pies de ancho, podría cruzarse en un par de pasos. Aunque no estaba segura de la profundidad, pese a que quería conocerla. Lo que sería un error, pues el agua debía estar tan fría como para perder una extremidad, quizás en primavera. Me mordí el interior de las mejillas. Mi futuro lo vislumbraba en el pasado de James, si bien no estaba segura de vivir en mi presente. Inhalé y exhalé despacio. No sabía en qué momento él construiría la máquina del tiempo. ¿Y si lo hacía solo cuando perdiera a Ethel? Yo planeaba intervenir y que ese hecho jamás ocurriera. Si él no tenía motivo para construirla ¿quería decir que estaba atrapada en el tiempo? Tendría casi cincuenta cuando debía cumplir diecinueve… ¿Seremos amigos, James? En 1957, ¿lo seremos?
Negué con la cabeza para olvidar esos pensamientos. Debía concentrarme en el aquí y ahora. Por suerte vi a mamá dar vueltas como si pilotara un avión y eso me hizo sonreír.
—¿Te puedo acompañar en tu viaje?
Ella se detuvo y cruzó los pequeños brazos sobre el pecho.
—No, solo James. Pero él se fue a jugar contigo.
—¿Tú nos viste jugar?
Ella asintió con exageración y una risita se me atoró en la garganta, sabía que por nada del mundo podría reírme. Ella parecía furiosa.
—Todos los vieron jugar. Ahora él no querrá ser mi amigo.
Me acuclillé frente a ella.
—James siempre será tu amigo y yo también puedo ser tu amiga.
—¡Dorothy Jones!
Nunca creí pensarlo, mas querer a la abuela en esa época me resultaba difícil. Mamá corrió hasta ella, quien la agarró del brazo y se alejaron. El tío Winston descansaba sobre el hombro de la abuela.
Caminé unos pocos pies cuando tropecé con los hijos de Ruth. Ella seguía cada uno de los pasos de ellos como si fueran bebés. William, su hijo menor, quería que Alice, la hija mayor, jugara con él, pero esta se negaba con rotundidad y se cubría los pechos al cruzar los brazos sobre ellos, en tanto le dedicaba miraditas a Charles que platicaba con los chicos Richardson. Ruth levantó la mano para saludarme, aunque tenía una sonrisa tensa en los labios.
—¡Bobby! ¿Te diviertes, querida?
Me acerqué a ella y fue el omento en que William aprovechó para escabullirse.
—Sí, es un lugar hermoso.
Ella giró la cabeza de un lado al otro, tenía la preocupación dibujada en las facciones solo porque William no estaba junto a ella y se fue donde estaban los otros jóvenes. Sin embargo, ella intentó disimular.
—No he visto a mi hermano para presentártelo.
Negué con la cabeza para restarle importancia. Era muy consciente de que los tres no podíamos encontrarnos. El interrogatorio al que me someterían sería agudo y, con la impulsividad que me dominaba cuando estaba junto a James, sería capaz de confesar hasta el último detalle.
—¡Oh! Ya tendremos oportunidad. Ruth, ¿por qué no vas por el señor Wilson y lo invitas a dar un paseo?
—Qué dices, Bobby. —Las mejillas de ella se sonrojaron cual jovencita que veía a su enamorado desde lejos—. Estoy segura de que Harold estará ocupado.
Sonreí.
—Nada pierdes con intentar.
—Los niños… —Ella negó en repetidas ocasiones.
—Yo me quedo con ellos, Ruth.
Parecía paralizada y algo me decía que no sabía qué hacer. Estaba regia con el ajuar blanco y el sombrero enorme en la cabeza. Debió pensar que lo que yo le proponía era una pérdida de tiempo, que el señor Wilson jamás aceptaría y me pregunté si ella creía que su esposo no la encontraba atractiva. Ante mi insistencia, ella enderezó los hombros y soltó una bocanada profunda de aire, la pobre parecía ir dispuesta al matadero. Se acercó al grupo de hombres y el señor Wilson demostró sorpresa por el acercamiento, si bien la tomó de la mano con galanura y dirigió el camino. Hasta ese instante me percaté que el señor Wilson tenía un gran lunar en la nuca, que me parecía muy familiar, pero no lograba recordar dónde lo vi.
En tanto ellos paseaban, llegué junto a William y lancé varias piedras al agua helada, tal y como él hacía, pues los otros varones lo ignoraron.
—Si me juras que no te lanzarás al agua, te prometo una banana split.
Él asintió entusiasmado y se alejó de la orilla. Entonces caminé unos pasos y me senté junto a Alice.
—¿Por qué no quieres jugar?
Ella desvió la mirada y guardó silencio unos minutos. Entonces dijo:
—¿Cómo haces para que no se te muevan?
Entrecerré los ojos, pues por un segundo no la comprendí, sin embargo, en cuanto lo hice me contuve de una gran reacción.