—Abuela… ¿Por qué lo has hecho? Sabes de sobra que estas cosas no van conmigo, y mucho menos si ella está de por medio.
—Hija, sabes muy bien que me encanta celebrar tu cumpleaños. El día en el que tú viniste al mundo fue el más feliz de mi vida y no quiero pasarlo por alto, y ella tiene que estar presente, al fin y al cabo es tu madre.
—Sí, mi madre sólo porque lo pone en un trozo de papel.
—Cariño, ya tienes edad de comprender que no todo el mundo es como esperamos, ya no eres una niña, tienes que aprender a vivir con esto de la mejor manera posible, aunque te cueste.
—De acuerdo abuela, tú ganas. Eres una chantajista, pero te quiero como a nadie—le dio un sonoro beso en la mejilla—Y ahora, me tengo que ir, el huerto no se riega solo, nos vemos abuela. ¡Pórtate bien!
—Ve tranquila, sabes que soy buena.
Entre risas, Clara salió de la casa dirigiéndose hacia el sembradío, el cual tenía que cuidar porque prácticamente era su único sustento y el de su abuela. Vendía todo aquello que cultivaba y se ganaba unos cuantos euros, no era mucho así que, también trabajaba por las noches en el pub del pueblo. Ella lo hacía gustosa, no quería que Angelita, su abuela, pasara por necesidades después de todo lo que había hecho por ella.
Clara, vivía con sus abuelos desde los diez años. Ella misma lo pidió, ni sus padres ni sus abuelos se lo habían negado, pero no por el mismo motivo. Sus padres siempre estaban de viaje en algún lugar, según ellos por negocios y según ella, porque no les importaba lo más mínimo. Siempre supo que sus padres estaban juntos supuestamente por su bien. De no haber sido así, hace ya tiempo que cada uno hubiera elegido su propio camino.
Por eso cuando ya estuvo cansada de escuchar lo mismo una y otra vez, les pidió a sus padres si podía ir a vivir con los abuelos al pueblo, ellos no se lo negaron. Así se quitarían una responsabilidad de encima y no tenían que cargar con una niña triste e infeliz. Fue la mejor decisión. Es cierto que tuvo que renunciar a las comodidades que tenía en la ciudad, el internado, el cual odiaba con toda su alma, sus muñecas nuevas, su ropa fina… Pero no le costó mucho acostumbrarse a la vida rural. Manuel y Angelita la acogieron con regocijo. Estaban encantados que la pequeña Clara viviera con ellos, ya que apenas disfrutaban de su compañía, nada más que en las vacaciones escolares, siempre la enviaban allí, y ella se encontraba muy a gusto. Manuel, su abuelo la enseñó a sembrar, a recoger los huevos de las gallinas, a darle de comer a los animales… Entre otros tenían, cerdos, conejos, gallinas... La enseñó a amar la tierra, que con tanto esfuerzo él había devuelto a la vida. Cada día al volver del colegio, la pequeña salía corriendo a recoger los huevos y llevarlos a casa, y allí guardaban los que necesitaran para consumo propio y el resto los venderían al día siguiente junto con los frutos que la tierra daba, de ello vivían como podían.
Cuando Clara tenía quince años, su abuelo Manuel le regaló una hermosa yegua:
—Abuelo. ¿Por qué me la has comprado? No te lo puedes permitir.
—Porque me apetecía gorrioncilla—así es como la llamaba cariñosamente su abuelo—Además no la compré, la adopté sabía que te iba a gustar y la traje para ti. Espero que la cuides muy bien, yo mismo te enseñaré a montar.
—Claro que la cuidaré abuelo, es lo más valioso que he tenido nunca, y me encantaría aprender a montar ¿Estás seguro que me vas a poder enseñar?
—Por supuesto que sí gorrioncilla, tienes abuelo para rato.
Finalmente sí que la enseñó a montar, y también a ocuparse de todo lo que la finca conllevaba, ya que el anciano veía su fin cerca, quería que Clara aprendiera para que en su ausencia todo siguiera adelante.
El fatal desenlace ocurrió unos meses después, Manuel murió de un ataque al corazón. Angelita y su nieta se habían quedado solas, aunque tenían más familia, pero así se sentían. Después de cinco años Clara volvió a ver a sus padres, ya que en todos los años que llevaba en el pueblo, no se habían dignado a ir a verla ni una sola vez, lo más que hacían era una rápida llamada de cuando en cuando, y únicamente para hablar de los sitios en los que habían estado y criticarla por todo lo que se estaba perdiendo por su terquedad de no volver a la ciudad.
—Hola hija. ¿Es que no le vas a dar un abrazo a tu madre?
—Hola mamá—la palabra «mamá» la pronunció en tono despectivo.
—Parece mentira, pero ya eres toda una mujer. Estás guapísima, aunque podrías estarlo aún más si te arreglaras un poco. Vas hecha un desastre.
—Yo así me veo bien, además, mamá, te recuerdo que trabajo en el campo y para eso no hace falta arreglarse hasta ese extremo—dijo señalando a su «emperifollada» progenitora. Iba vestida de riguroso luto, con un vestido tan ajustado que parecía que si respiraba más fuerte de lo normal reventaría. Estaba maquillada como una puerta, sus grandes ojos verdosos resaltaban por las sombras negras que se había aplicado y unos labios de color rojo intenso. Por no hablar de su excesivo maquillaje facial. Dentro de su vestimenta también destacaba unos tacones de vértigo. Se podría decir que no iba adecuadamente vestida para ir a un pequeño pueblo perdido de la mano de Dios.
—Bueno la verdad es que hemos venido a haceros a ambas una propuesta, que esperamos que aceptéis tanto tú como tu abuela, pero hablaremos de ello cuando papá y tu abuela lleguen.