Salir de la oficina de Valentine fue como lanzarme de un acantilado. Afuera, el aire parecía más pesado, como si todo el edificio llevara impregnado el perfume que ella usaba. Ese aroma dulce, con un toque amargo, que siempre me recordaba a las mariposas que revoloteaban en su cuello cada vez que reía.
Pero Valentine ya no ríe conmigo.
Hace ocho años que no lo hace.
Camino por el pasillo con pasos largos, intentando parecer seguro, aunque por dentro siento que cada latido me quema. Nadie lo notaría. Nadie sospecharía que Mattheo Blackwood —el empresario frío, el hombre que nunca pierde— acaba de tambalearse frente a una sola mujer.
La única.
Me detengo en el ascensor, presiono el botón con más fuerza de la necesaria. El reflejo del acero me devuelve una versión de mí mismo que apenas reconozco: mandíbula tensa, ojos azules cargados de un odio que en realidad nunca aprendió a ser odio del todo.
Porque la verdad, aunque nunca lo confesaré, es que Valentine me sigue doliendo.
Como Saturno girando eternamente en su órbita, yo sigo girando alrededor de ella, aunque lo niegue.
El ascensor desciende. El silencio es insoportable, así que cierro los ojos. Y en mi mente, inevitablemente, vuelve la escena que me destroza: aquella tarde de hace ocho años, cuando la perdí. Sus lágrimas, sus manos temblando, su voz quebrada. Ella, dándome la espalda como si yo no fuera más que una mentira.
Y tal vez lo fui.
Pero no todo era mentira. Nunca fueron mentira las noches en que su cabello se enredaba en mis dedos, ni las veces que se quedaba dormida en mi pecho, susurrando que me amaba. Eso… eso fue real.
Cuando las puertas del ascensor se abren, salgo directo al estacionamiento. Mi chofer me espera, pero levanto la mano para detenerlo. Hoy quiero manejar. Necesito sentir el rugido del motor para ahogar este torbellino dentro de mí.
El auto arranca y la ciudad pasa como luces fugaces. Las mismas luces que me recuerdan la gala de mañana. Gala en la que tendré que verla otra vez, rodeada de hombres que creen tener una oportunidad con ella.
Y sólo imaginarlo me enferma.
Aprieto el volante. Mis nudillos se ponen blancos. Nadie la conoce como yo. Nadie sabe lo que es bailar con la tormenta que es Valentine Forx, ni lo que es caer en su gravedad como si fuera un planeta, como si fuera Saturno mismo arrastrándome a sus anillos.
Ella cree que me venció. Cree que la guerra terminó cuando Oasis Inn me destronó.
Pero no entiende que yo nunca supe perder.
Y mucho menos… perderla a ella.
Respiro hondo, bajo la velocidad y estaciono frente a mi departamento. La noche me recibe con un silencio inquietante. Saco una copa de whisky, pero ni el alcohol consigue acallar los fantasmas.
Cierro los ojos otra vez, y ahí está: Valentine, con su vestido oscuro, sus labios rojos, sus ojos cafés que siempre parecían dos universos enteros. En mi mente la veo reír con otro hombre en la gala de mañana. Y el veneno de los celos me quema las venas.
Lo peor de todo es que sé que no debería importarme.
Pero me importa.
Me importa tanto que duele.
Dejo la copa a un lado, me apoyo contra el ventanal y miro la ciudad desde lo alto. Miles de luces parpadean como estrellas, y pienso que en alguna de esas ventanas, Valentine también podría estar despierta. Quizás recordando. Quizás odiándome.
Las mariposas siempre la siguieron a ella.
Pero a mí me dejaron las sombras.
Y entre mariposas y sombras… todavía existe un punto donde nos encontramos.
Aunque ella no quiera admitirlo.
Aunque yo no lo deba admitir.
Mañana será la gala.
Mañana volveré a poner un pie en su órbita.
Y cuando eso pase… nadie, ni siquiera Valentine, podrá escapar de esta gravedad.
Editado: 13.09.2025