El salón entero brilla con luces doradas, pero yo solo siento una sombra siguiéndome.
Camino entre copas de champán y conversaciones huecas, fingiendo sonrisas mientras mi mente late como un tambor de guerra.
—Valentine Forx —dice un socio extranjero, inclinándose para besarme la mano—, la mujer que todos desean conocer.
Sonrío con cortesía. Aprendí hace mucho a usar mi encanto como un arma. Mi risa suena ligera, calculada, como un cristal que podría romperse en cualquier instante.
Pero sé que él está mirando.
Mattheo.
El maldito Saturno que gira en mi horizonte.
Apoyado junto a la barra, con la chaqueta ligeramente abierta, como si el protocolo no le importara en absoluto. Su copa de whisky descansa en una mano, mientras la otra juega distraídamente con el encendedor plateado que siempre lleva encima.
Y esos ojos…
Esos malditos ojos azules que no me sueltan desde el segundo en que crucé la puerta.
Yo no lo miro.
No directamente.
Eso sería darle la victoria.
En cambio, dejo que otro caballero me invite a bailar.
La música es lenta, envolvente, y mis movimientos son tan fluidos que los fotógrafos giran sus cámaras hacia mí.
Pero, aun girando entre los brazos de un extraño, siento la presión de su mirada en mi espalda.
Me está observando.
Me está odiando.
Y lo peor… lo está disfrutando.
—Eres la mujer más hermosa de esta sala —susurra mi acompañante al oído.
Yo sonrío, pero mi piel no reacciona. Nada en mí vibra con sus palabras.
Porque no es su voz la que me atraviesa.
Es la de Mattheo, repitiendo en mi memoria la última vez que me llamó “Farfallina”.
De pronto, mi pareja gira demasiado cerca de la barra.
Y ahí está él.
A centímetros.
Su perfume amaderado me golpea como un disparo.
Él sonríe con esa arrogancia que siempre fue su sello, y el tiempo se detiene.
—Espero que estés disfrutando, Farfallina —dice con un tono bajo, venenoso, en ese francés que solía derretirme.
El hombre que me acompaña lo mira, incómodo, sin entender la tensión invisible que acaba de llenar el aire.
Yo me suelto con elegancia y camino hacia la mesa, ignorando el temblor en mis manos.
Pero él no me deja escapar.
Nunca lo hace.
Minutos después, cuando estoy fingiendo conversar con inversionistas, siento su sombra detrás de mí.
Su aliento roza mi oído mientras murmura:
—Puedes bailar con quien quieras, Valentine… pero sabes que nadie toca lo que es mío.
Un escalofrío me recorre entera.
Lo odio.
Lo odio porque una parte de mí quiere girar y besarlo justo ahí, en medio de todos.
Porque una parte de mí quiere recordarle que las mariposas no murieron.
Solo estaban dormidas.
Respiro hondo y me obligo a dar un paso al frente, dejando espacio entre nosotros.
Pero en sus labios se dibuja esa sonrisa oscura, la que me dice que la batalla acaba de empezar.
Saturno no necesita moverse.
Saturno hace que todo gire a su alrededor.
Y yo, aunque me muera por negarlo, sigo atrapada en su órbita.
Editado: 13.09.2025