La gala avanza, pero yo apenas registro la música ni los aplausos.
Solo siento el roce invisible de su presencia.
Mattheo.
Siempre a una distancia exacta: ni demasiado cerca para ser acusado, ni demasiado lejos para dejarme respirar.
Estoy conversando con un político cuando lo escucho detrás de mí:
—Perdón, ¿me permite un momento con la señorita Forxs?
Mi cuerpo se tensa.
No me gira para mirarlo, pero su voz profunda ya me enreda como cadenas invisibles. El político sonríe, se disculpa, y me deja a solas con el hombre al que juré no volver a caer.
—No deberías interrumpirme —le digo entre dientes.
—Y tú no deberías provocarme —responde con esa calma peligrosa.
Lo miro finalmente.
Es un error.
Sus ojos azules están ardiendo.
No de ira. No de deseo. De ambos.
Él se inclina lo suficiente como para que nadie más lo escuche:
—Te gusta este juego, Valentine. Juras que no… pero tu respiración te delata.
Mi corazón late con rabia.
No puedo permitirle tener razón.
Así que sonrío con malicia y digo:
—Si de juego hablamos, Mattheo… créeme que yo sé ganar.
Doy un paso hacia él, rozando su brazo con el mío, como si fuera casual.
Pero no lo es.
Sé lo que provoco.
Su mandíbula se tensa.
Por un segundo, siento que va a arrastrarme fuera del salón, que va a reclamar con hechos lo que dice con miradas.
Y parte de mí lo quiere.
Parte de mí ruega que lo haga.
Pero él se contiene.
Y esa contención duele más que cualquier contacto.
Se inclina de nuevo, sus labios rozando casi mi oreja:
—Las mariposas no vuelan para cualquiera. Recuerda quién fue el primero en atraparlas.
Me aparto de golpe, fingiendo indiferencia, aunque sé que todos notaron el calor en mis mejillas.
Él sonríe, satisfecho.
El muy maldito disfruta de verme temblar.
El resto de la noche transcurre entre miradas cruzadas, gestos provocativos, pasos de baile que no llegan a encontrarse.
La tensión se vuelve un secreto compartido, invisible para los demás… pero insoportable para nosotros.
Al final, cuando las luces de la gala empiezan a apagarse, Mattheo pasa a mi lado sin detenerse.
Me roza la mano apenas con sus dedos.
Un toque fugaz.
Suficiente para incendiarme.
Y antes de desaparecer entre la multitud, lanza su última bomba:
—Esto apenas comienza, Farfallina.
Editado: 13.09.2025