El murmullo de la gala quedó atrás, sofocado por la penumbra del pasillo.
El aire es pesado, impregnado del perfume de flores que ya no alcanzo a distinguir. Solo escucho mi respiración agitada y la suya, demasiado cerca.
Mattheo me empujó suavemente contra la pared, como si tuviera derecho a tocarme, como si mi cuerpo todavía le perteneciera. Sus manos firmes sujetan mis muñecas sobre mi cabeza, y cada músculo de mi ser grita que debería apartarlo… pero mis rodillas tiemblan.
El roce de su pecho contra el mío me enciende. El calor de su cuerpo me arrastra a un abismo familiar, uno en el que juré no volver a caer.
—Dime que no me deseas, Valentine —susurra, la voz ronca, llena de rabia y de algo que me aterra reconocer como necesidad.
Cierro los ojos con fuerza. No puedo mirarlo, porque si lo hago, voy a perder.
Pero mis labios tiemblan, traicionándome.
Y él lo sabe.
Sus labios bajan peligrosamente hasta mi oído, y siento la caricia de su aliento, tibio, quebrándome por dentro.
Un escalofrío recorre mi espalda.
La piel me arde, me duele de tanto contener la respuesta que jamás pronunciaré en voz alta.
Lo odio. Lo odio por seguir provocando en mí este caos.
Lo odio porque aún ahora, con todo lo que me hizo, mi cuerpo lo reconoce como si nunca se hubiera ido.
Y justo cuando estoy a punto de ceder, cuando mis labios casi rozan los suyos… el recuerdo me ataca.
La música de la gala desaparece.
Las luces de los pasillos se apagan.
Y vuelvo a ese día.
El sonido de un teléfono que nunca respondió.
El llanto desgarrador cuando recibí la noticia.
Mi hermano… mi hermano ya no respiraba.
El vacío que dejó fue tan brutal, tan absoluto, que todavía siento que mi pecho sangra cada vez que respiro.
Y él… él no estaba.
No estaba para sostenerme, no estaba para llorar conmigo, no estaba cuando más lo necesitaba.
En cambio, los rumores llegaron como dagas.
—Lo vieron con otra.
—No estaba en la ciudad.
—No te lo quería decir, Valentine, pero…
Y ahí se rompió todo.
Abro los ojos de golpe y lo miro.
Y lo que veo me duele más que todo: esos ojos, los mismos que una vez fueron refugio, ahora son tormenta.
Una tormenta que amenaza con arrastrarme.
—¿Sabes qué me detiene, Mattheo? —le escupo con rabia contenida, la voz temblando entre odio y dolor—. Que cada vez que estoy a punto de caer en tu juego, recuerdo cómo me dejaste sola cuando más te necesitaba. Recuerdo a mi hermano… y recuerdo que tú estabas ocupado. Con otra.
Sus manos me sueltan de inmediato.
El impacto en su rostro es brutal, como si mis palabras fueran cuchillas.
Por un instante, su máscara de arrogancia se resquebraja, y aparece un destello de algo que nunca pensé volver a ver en él: vulnerabilidad.
—Valentine, no… —su voz es un susurro quebrado, un rugido ahogado que me perfora.
Pero no quiero escucharlo.
No quiero creerlo.
Retrocedo un paso, luego otro, creando un abismo entre nosotros que me quema más que el roce de su piel.
Quisiera llorar, pero no le daré ese poder.
—No me busques —digo al fin, con la firmeza que no siento.
Porque sé que lo hará.
Y porque sé que, en el fondo más oscuro de mí, quiero que no me obedezca.
Me doy la vuelta antes de que pueda responder, antes de que sus palabras intenten construir un puente que yo misma me obligo a incendiar.
Camino con pasos firmes, aunque por dentro me desmorono.
La distancia crece, y con cada metro siento que me arranco un pedazo de alma.
Las mariposas en mi estómago revolotean frenéticas, como si ardieran, como si fueran cenizas tratando de alzarse en un vuelo imposible.
Él no me sigue.
Y esa ausencia, otra vez, me hiere más que cualquier beso que nunca llegó.
Editado: 13.09.2025