Perfectos Mentirosos

capítulo 11:

El murmullo de la gala vuelve a envolverme cuando salgo del baño privado. El perfume caro, las risas forzadas, el tintinear de las copas… todo sigue en su lugar, como si el mundo no acabara de abrirme una herida en el pecho.

Camino erguida, como si nada hubiese pasado, como si el corazón no me pesara. Mis tacones golpean el mármol con un compás firme. No soy la chica que tiembla frente al espejo: soy Valentine Moreau, la mujer que aprendió a sobrevivir entre tiburones.

—Valentine —una voz masculina me interrumpe, acompañada de un roce suave en mi brazo.
Es Lucien, hijo de un socio poderoso de Oasis Inn. Su sonrisa es un destello demasiado blanco, demasiado perfecto.
—Me permitirías un baile?

Lo miro. Y sonrío. La sonrisa que todos esperan de mí.
—Claro.

Dejo que me guíe hasta la pista. La música es lenta, elegante, y sus manos se posan con seguridad en mi cintura. La gente nos mira; después de todo, soy la protagonista de la noche.

Pero entonces…
Lo siento.

Su mirada.

Al otro lado del salón, entre el humo de los cigarros caros y las copas de champagne, están esos ojos azules clavados en mí.

Mattheo.

El aire me falta un segundo.
Lucien me habla, me dice algo sobre el futuro de la compañía, pero sus palabras son un zumbido lejano. Yo solo puedo sentir esa presión invisible que me arrastra hacia donde está él.

Sus labios se curvan apenas en una sonrisa irónica, como si disfrutara verme bailar en brazos de otro. Como si supiera que cada movimiento mío es un acto de resistencia contra mi propio deseo.

—Te ves distraída —murmura Lucien cerca de mi oído, con un deje de picardía.
—Solo estoy cansada —respondo, forzando un tono ligero.

Pero mi corazón late como una mariposa desbocada, aleteando con violencia.
Ese maldito hombre… ¿por qué siempre logra atravesar todas mis defensas?

El baile termina. Agradezco con una inclinación de cabeza y me alejo con un pretexto cualquiera. No puedo más. Necesito aire.

Camino hacia la terraza, pero una mano firme atrapa la mía en el pasillo oscuro.

—¿Qué demonios haces, Valentine? —su voz es baja, contenida, cargada de rabia.
Me congelo.
Mattheo.

Intento soltarme, pero su agarre es inquebrantable. Me gira con un movimiento brusco hasta que quedo frente a él. Los ojos azules me devoran, intensos, ardiendo como un océano embravecido.

—¿Bailando? —respondo con frialdad, alzando la barbilla—. ¿O es que ahora también tengo que pedirte permiso?
—¿Ese idiota? —escupe, con un tono envenenado—. No sabes lo que me costó no atravesar el salón y sacarte de sus brazos.

Una risa amarga se me escapa.
—Qué ironía… cuando yo te necesitaba, tú no estabas. Ahora pretendes darme órdenes.

Su expresión cambia. Se endurece.
—No sabes nada, Valentine. Nada de lo que pasó.

Mis uñas se clavan en la palma de mi mano. El recuerdo de mi hermano, de su muerte, me arde en la garganta.
—Vi suficiente —susurro con veneno—. Escuché suficiente. Mientras yo enterraba a mi hermano, tú… tú estabas con otra.

El silencio se estira entre nosotros como un hilo a punto de romperse. Sus ojos se nublan, y por un segundo… por un segundo parece dolido.

—¿Eso crees? —su voz se quiebra apenas—. ¿Eso piensas de mí?

Trago saliva. No debería importarme. No debería.
—No pienso. Yo vi. Yo sufrí. Y tú no estabas.

Él me acorrala contra la pared. No con violencia, sino con la intensidad de alguien que lleva años tragándose la misma herida.
Su mano se apoya junto a mi rostro, sus labios a centímetros de los míos.
—Si supieras la verdad, Valentine… si supieras lo que realmente ocurrió, no emodiria stanto, tal vez ni siquiera me odiarias.

Mi pecho se agita. Quiero empujarlo. Quiero gritarle. Quiero… besarlo.
Pero el rencor es más fuerte.

—No necesito tus excusas —susurro, mirándolo directo a esos ojos azules—. Lo único que necesito es que no vuelvas a tocarme.

Con todas mis fuerzas me aparto, rompiendo el contacto. Camino con pasos firmes, aunque por dentro siento que me estoy partiendo en dos.

Él no me sigue.
Pero sé que sus ojos continúan sobre mí, clavados como dagas invisibles.

Y mientras regreso al salón, con la sonrisa perfecta en los labios, una certeza me quema el pecho:
El odio que siento por Mattheo Blackwood es tan feroz… porque aún sigue entrelazado con el amor que nunca pude matar.




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