Las últimas semanas habían sido una tortura disfrazada de normalidad. Sonrisas en los pasillos, conversaciones triviales en medio de las reuniones, copas de champaña en fiestas donde todos fingían que nada había pasado. Yo también fingía. Fingía que no me derretía cuando Mattheo me rozaba el brazo al pasar, fingía que no me importaba que otra mujer lo mirara con descaro, fingía que lo odiaba lo suficiente como para no necesitarlo. Pero la verdad era un veneno lento: cada vez que cerraba los ojos, lo veía. Lo sentía. Y ese sentimiento que había jurado desterrar de mí… seguía vivo.
Hasta que encontré los papeles.
No los busqué, no al menos de forma consciente. Fue un hallazgo cruel, como si el universo se encargara de abrir la herida que yo intentaba cubrir con vendas viejas. Entre las carpetas de mi hermano, guardadas en un cajón que casi nadie tocaba, había un sobre con informes del accidente. Yo pensaba que lo sabía todo: un carro, una noche de lluvia, un conductor imprudente que nunca apareció. Pero ahí estaba ese nombre, el que había intentado olvidar y el que volvía a perseguirme: Mattheo.
El informe era frío, casi clínico: “Vehículo registrado a nombre de la familia Riddle. Conductor presente: Mattheo R.”
Sentí que el aire me abandonaba de golpe, que mi corazón se detenía. ¿Cómo? ¿Por qué nunca lo dijo? ¿Por qué lo tuve cerca, tan cerca, sin sospecharlo?
Desde ese instante cada recuerdo cambió de color. La noche en que mi hermano salió furioso después de discutir conmigo, los gritos, el portazo. Yo lo había dejado ir con rabia, convencida de que en la mañana podríamos arreglarlo. Pero esa mañana nunca llegó. Y ahora… ahora entendía por qué Mattheo siempre bajaba la mirada cuando hablábamos de aquel día. Por qué evitaba mencionar la palabra “accidente”.
Él estaba ahí. Él conducía.
La culpa me devoraba en silencio. Yo lo había provocado, había gritado demasiado fuerte a mi hermano, lo había empujado a salir de casa. Y Mattheo… él era la sombra al final del camino. No sabía qué era peor: pensar que había sido un accidente o creer que él me lo había ocultado todos estos años.
No podía quedarme callada.
Así fue como terminé frente a la puerta de su oficina. Un edificio elegante, de cristal y acero, que contrastaba con el caos dentro de mí. Llevaba las manos frías, temblorosas. El ascensor parecía moverse en cámara lenta, y cada número iluminado era un recordatorio de que me acercaba a una verdad que quizá no quería escuchar de su propia boca.
Al llegar al piso, el silencio era tan espeso que podía sentir mi respiración rebotando contra las paredes. El pasillo olía a café recién hecho y a perfumes caros, pero a mí todo me sabía a ceniza.
Me detuve frente a la puerta de madera oscura con su nombre grabado en una placa dorada: Mattheo Riddle. Sentí un escalofrío. Nunca antes ese nombre me había parecido tan ajeno, tan peligroso.
Me apoyé contra la pared unos segundos, tratando de ordenar mi mente. ¿Qué le diría? ¿Que lo odiaba? ¿Que lo amaba? ¿Que lo culpaba por arrebatarme a mi hermano o que lo culpaba aún más por hacerme sentir viva de nuevo?
Porque sí, esa era mi condena: podía odiarlo con toda mi alma, pero bastaba un roce, una mirada, para que mi cuerpo lo deseara.
Recordé la última vez que estuvimos juntos en aquel pasillo, sus manos firmes contra mi cintura, sus labios quemando mi piel. Recordé la humedad vergonzosa que me delató, el modo en que me entregué sin pensarlo. ¿Cómo podía ser la misma mujer que ahora quería destrozarlo con sus palabras?
Tragué saliva. Mis pensamientos eran un nudo imposible de desatar. Parte de mí quería abrir la puerta de golpe y gritarle todo. Otra parte… otra parte quería correr. Huir para siempre. Fingir que nunca lo supe, que podía seguir viéndolo sin la carga de esta verdad.
Pero ya no había vuelta atrás.
Puse la mano en el picaporte. Estaba helado. Mi reflejo en el vidrio de al lado me devolvió una imagen extraña: ojos enrojecidos, labios apretados, el vestido de seda ajustado que parecía más un disfraz que una prenda real. Parecía una desconocida. Una desconocida que iba a destrozar todo lo que aún quedaba en pie.
Respiré hondo.
Pensé en mi hermano. En su risa fuerte, en cómo siempre se interponía entre Mattheo y yo cuando discutíamos. Él me protegía incluso de mi propia obsesión. Y ahora estaba muerto. Y Mattheo… Mattheo estaba vivo, respirando, existiendo, mirándome todavía como si yo fuera la única mujer en el planeta.
El corazón me latía tan fuerte que me dolía.
Empujé la puerta.
Editado: 24.09.2025