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Tal como le ocurriera en incontables ocasiones durante la última semana, Alonso tuvo que sobreponerse a sorpresa tras sorpresa en Tortuga. Esa noche le ofrecieron cenar solo en la biblioteca, para que no se viera obligado a sentarse a la mesa con los piratas que narraban sus andanzas. Y él pudo disponer de un momento de verdadera soledad desde que intentara asesinar a Marina para acabar siendo su huésped.
A cada paso evocaba las palabras de Castillano después de que la muchacha lo liberara, y el me trató a cuerpo de rey se hizo el recuerdo recurrente desde que puso pie en aquella casa. Tomasa le retiró el servicio de la cena, indicándole dónde estaba guardado el licor y dejándole una campanilla para que la llamara si precisaba cualquier cosa. Alonso se sentó con un ejemplar del Quijote en español que mostraba signos de haber sido leído de principio a fin en más de una ocasión. Mas sus ojos se desviaban una y otra vez hacia la ventana, su cabeza llena de interrogantes sobre su situación y sobre el futuro.
Abstraído en sus cavilaciones, perdió noción del tiempo hasta que dos golpes discretos en la puerta lo devolvieron a la realidad. Marina asomó la cabeza antes de que él terminara de ponerse de pie.
—¿Puedo molestaros un momento, capitán?
Alonso la invitó con un gesto a entrar en su propia biblioteca. Marina venía seguida por Tomasa, que acomodó el servicio de té y se marchó, cerrando la puerta a sus espaldas.
—Espero os halléis tan a gusto como sea posible —dijo la muchacha, sentándose frente a él.
—Yo… —Alonso se encogió de hombros con una mueca—. En verdad no sé qué decir. —Señaló sus ropas nuevas, el libro, la copa de licor—. Todo esto es…
—Lo menos que podemos hacer por vos, capitán. No dudéis en hacernos saber si hay algo más, cualquier cosa, que necesitéis. Y espero comprendáis que estáis en completa libertad. Claude, nuestro mozo de cuadras, os preparará caballo o coche según necesitéis. Y tendréis dinero a vuestra disposición para lo que podáis precisar. Sois nuestro huésped. —Marina bajó la vista con la excusa de servirse té. —Entiendo que no hay nada que podamos hacer para restañar la herida que aflige vuestro corazón, y no voy a mortificaros con mi lástima, capitán. Tampoco espero que os unáis a nosotros alegremente y sin mirar atrás. Mi único deseo es que os halléis aquí tan cómodo y bienvenido como vos nos permitáis haceros sentir.
El español sólo pudo asentir, tan serio como ella. Marina probó el té, su mirada moviéndose por el tapizado del sillón de Alonso.
—Lo que necesito ahora es hablaros del capitán Castillano —dijo al fin.
—Te escucho.
—Si el plan de Dolores funciona, y logramos llegar a él... —Marina suspiró y lo miró de lleno a los ojos—. ¿Permitirá que lo rescatemos?
—¿Crees que es demasiado orgulloso para aceptar tu ayuda? —Alonso frunció el ceño. —Hernán es orgulloso pero no idiota, perla.
—No me refiero a su orgullo. Pero temo que su sentido de la justicia acabe imponiéndose a su instinto de supervivencia, y se niegue a rehuir su castigo. —Marina volvió a suspirar—. Vuestro amigo no me protegió por lástima o por simpatía, capitán. Lo hizo solamente porque sintió que el trato que yo estaba recibiendo no era justo.
Alonso recordó la conversación que tuviera con Castillano a bordo de la Santísima Trinidad, la noche que lo hallara en la buzarda bajo el bauprés.
—¿Él te lo dijo?
—No. Sus acciones lo mostraban. —Marina desvió la vista, pensativa—. Y si estoy en lo cierto, considerará justo que lo castiguen por asistirme. Su negativa a ser absuelto podría ser el mayor obstáculo que hallemos para salvar su vida.
Alonso asintió respirando hondo. Sí, la muchacha decía la verdad. De alguna forma había sabido ver en lo más profundo del corazón de su amigo, reconociendo el núcleo mismo de su naturaleza, de lo que lo hacía ser quien era.
—¿Y qué haremos si tienes razón? —preguntó, observándola.
Marina se encogió de hombros con impotencia. —No lo sé. Por eso buscaba vuestro consejo, capitán. Todo en mí se rebela a la idea de que pague por lo que hizo con su muerte. ¿Pero cómo podría obligarlo a ser lo que no es? ¿Qué derecho tengo a sacarlo a rastras de prisión y arrojarlo a una existencia que sólo lo hará odiarse a sí mismo? Ya arruiné su vida una vez. ¿Cómo lo haría de nuevo?
—¿Aunque eso signifique dejarlo morir?
—Hace una semana que estáis con nosotros, capitán, y apostaría la curación de mis piernas a que no pasa una sola hora sin que os acometa un oscuro arrepentimiento que os hace desear estar muerto. ¿Cuánto os llevará dejar de despreciaros a vos mismo por haber quebrantado vuestros votos, primero al ayudar a vuestro amigo y luego al aceptar nuestra protección? ¿Cuánto os llevará recuperar el simple placer de estar vivo y libre, y aprovechar la oportunidad que se os ofrece de un nuevo comienzo? —La muchacha alzó las cejas, un destello desafiante brillando en sus ojos negros—. Y sin ánimo de ofenderos, vos no sois el León —agregó con suavidad.